Me sigo preguntando si hay algo defendible en las corridas de toros.
Actualmente, gracias al activismo de redes y a la holográfica indignación que cambia al mundo desde la luminosa oscuridad de un rincón de internet, hemos asistido a la cancelación de libros, películas, óperas, caricaturas, obras de teatro, canciones y poemas siguiendo un grito que se vuelve clamor por efecto de la amplificación ilusoria de las redes sociales; grito que nos anuncia o recuerda lo monstruoso del pasado, la falta de empatía de quienes podrían hacer algo para detener la barbarie y no lo hacen, lo impresentable de la tradición, etc.
Sin embargo, hemos sido incapaces de hacer algo efectivo contra las corridas de toros y sus defensores.
Supongo que el poder elige las batallas que puede ganar y que le resultan en propaganda efectista y positiva. Solo así podemos entender el por qué las corridas de toros se han mantenido a pesar de la transformación y de ser un estilo de resabio que concentra simbólicamente lo peor de lo más abyecto y recalcitrante del “viejo régimen”: la pose, el derroche conspicuo y la ostentación fantoche.
En los últimos años, y gracias a la presión ilusoria de las redes, hemos encarcelado a bárbaros incivilizados que maltrataron, torturaron y asesinaron animales por coraje o enferma diversión. Pero hemos sido incapaces de ver el hecho –irrefutable desde la ciencia e insostenible desde la propia ética sobre el trato a los animales que nosotros mismos hemos fundamentado y hecho base de leyes al respecto– de que las corridas de toros son espectáculos sin sentido estético en los que deliberadamente se inflige sufrimiento a animales sintientes y mansos por naturaleza.
No creo que la “fiesta brava” sea un espectáculo del “pueblo bueno”, según lo entendemos desde la moral y principios políticos de la transformación. Al contrario, los toros parecen un espectáculo francamente fifí, para aquellos que gustan mirar hacia abajo a quienes denunciamos lo absurdo de defender la barbarie desde las etiquetas de la tradición y la cultura, tachándonos de ignorantes, desconocedores o estúpidos. ¿Qué tan miserable hay que ser para patear a un perro en la calle, o atropellarlo a propósito, o causarle dolor deliberadamente, o castigarlo cruelmente hasta la muerte? Pues entre eso y aplaudir la faena en la plaza no hay distancia. Ya entrados en un nuevo régimen con una perspectiva moral y ética distinta, las corridas de toros deberían desaparecer.