Soy un pesimista. Soy, como muchos de ustedes, especialista en otear la maldad, en adivinar las intenciones detrás de los mensajes positivos que nos lanzan por todos los frentes; particularmente en esos mensajes que emite el poder, cargados de esperanza y buenas intenciones. Creo que es nuestra obligación sospechar del optimismo y actuar en consecuencia, porque las cosas no pueden ir siempre tan bien. Es válido, después de alcanzar nuestros sueños y coronar nuestros deseos, esperar un revés del destino, un movimiento que, al menos desde nuestra pesimista perspectiva, equilibre las fuerzas cósmicas, devolviéndonos un poco de la desdicha que aceptamos como irremediable parte de nuestro sino.
Pero, en ocasiones resulta interesante y satisfactorio visitar el extremo opuesto y pensar positivo: encontrar la belleza donde usualmente no la vemos y creer en la verdad detrás de ella. Y dejarse arrastrar por esa esperanza implica, también, creer en las buenas intenciones de los demás, y al menos darles el beneficio de la duda.
Esta semana he hecho el experimento en mi salón: pensar críticamente los aspectos positivos de nuestras sociedades tecnologizadas, y aunque al principio fue complicado, el ejercicio fue reconfortante y, hay que decirlo, revitalizador para mis estudiantes, que se entienden un poco atrapados en una realidad un tanto adversa por incierta. Pensar positivo, quiero creer, echa a andar un tren que ocasiones es necesario para no perder la cordura y volver a nuestros sueños, tan necesarios para volver a empezar siempre una y otra vez.
Y ya echado a andar ese raro tren en mi interior, encaminado ya hacia la esperanza, decido creer en el progreso que nos espera y me veo, de una vez, leyendo un libro a bordo de un vagón hacia la capital. Porque es momento de creer que lo bueno es posible y que la buena voluntad de los menos siempre es en beneficio de los más. Quiero creer porque supongo que vale la pena. Hay que darles el beneficio de la duda.