La nuestra es una época de maniqueísmo y polarización. De ahí la importancia de recuperar una virtud central del ideario liberal: la tolerancia. ¿Por qué tolerar? ¿No sería mejor celebrar activamente todas las formas de la diversidad humana? Ello implicaría quizá un exceso. Así, pues, ni intolerancia radical y excluyente, ni celebración acrítica y relativista de las diferencias.
Es necesaria la tolerancia, porque la razón humana tiene límites. Muchos asuntos de principios primeros, sobre todo aquellos relativos a los valores morales, políticos y religiosos, son sencillamente irresolubles. Por ejemplo, ¿qué es preferible: el islam o el cristianismo? ¿Una vida mundana y de placeres o una contemplativa y ascética? Entre la libertad y la igualdad, ¿cuál es el valor más importante? Estos asuntos, insisto, no pueden ser resueltos algorítmicamente.
Por fortuna —o, por desgracia: no otra cosa es la libertad—, en las sociedades plurales y abiertas, cada cual decide a qué dios o demonio adorar. Respetar la dignidad humana significa salvaguardar un espacio de libertad individual para elegir los propios valores. Por consiguiente, obligar a alguien a cambiar de opinión o de costumbres sería algo no sólo autoritario sino indigno.
Otra razón poderosa que mueve a tolerar al otro en la esfera pública es la humildad. Nada impide que sus ideas, visiones y prácticas resulten más verdaderas, valiosas o atractivas. Hay incluso creencias y acciones que se adelantan a su época. Por otra parte, sólo si tolero seré tolerado. Podré tener oponentes escépticos o reacios a mis ideas; aun así, querré que me respeten.
Naturalmente, no todas las prácticas y acciones deben ser toleradas. Sin embargo, los límites de la tolerancia son difusos; no pueden establecerse de antemano, a priori y de manera irrebatible. Estos se deben sujetar a la discusión pública permanente y al examen racional e intersubjetivo.
Un orden político estable requiere no sólo un Estado de derecho eficaz y sólido, sino un consenso normativo, un despliegue de virtudes sociales, un pacto moral. Reconstruir la erosionada confianza pública y la civilidad ético-política pasa primero por la tolerancia y la compasión (otra virtud liberal). Propongo entonces reafirmar la sentencia ilustrada atribuida a Voltaire: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé a muerte tu derecho a decirlo”. La frase, más urgente que nunca, es uno de los pilares de la cultura de la libertad.