Recuperar la figura de Mariano Otero (1817-1850) trasciende el ámbito de lo meramente historiográfico y posee una indudable pertinencia ético-política. Pues su legado se erige como una afrenta perenne a las pulsiones autoritarias y centralistas, así como una lúcida defensa de la libertad, la tolerancia y la Ilustración, valores que el egresado de la Universidad Nacional de Guadalajara encarnó mejor que nadie durante las turbulentas primeras décadas del México independiente.
Sólo por esa razón vale la pena leer Mariano Otero. Académico, político y jurista (Cal y Arena, 2025), del político e investigador jalisciense Enrique Ibarra Pedroza (Tototlán, 1952) y presentado el pasado jueves en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Se trata de un exhaustivo ensayo histórico-biográfico rematado por una colección de escritos del propio Otero.
Meticuloso compilador de datos históricos y hechos sociales, Ibarra reconstruye con paciencia y rigor los orígenes familiares de Otero, su formación educativa y política, la vida de la Guadalajara de los siglos XVIII y XIX, las vicisitudes sociales de su época, así como su breve pero intensa trayectoria pública y vital.
El Otero que emerge de estas páginas se revela como una criatura de carne y hueso: un hombre tenaz ante las adversidades, un ciudadano libre y humanista erudito, un marido ejemplar, un padre cariñoso y, por encima de todo, un político dotado de la energía y pasión necesarias para vivir su época.
En un mundo que se batía entre un pasado monárquico-colonial y un futuro republicano e independiente, Otero eligió ser, de todo en todo, un hombre moderno: esto es, un individuo autónomo, secular, liberal, crítico y autocrítico.
Otero —arguye Ibarra— fue además un distinguido ejemplar de ese singular perfil mexicano que combina hábilmente el servicio público con la vida académica, cultural o literaria: el político-intelectual. Por ello no extraña que haya cautivado a figuras como Jesús Silva Herzog y Jesús Reyes Heroles.
La relevancia del libro de Ibarra quedó de manifiesto por las sagaces palabras de sus insignes presentadores: Adalberto Ortega Solís, Rafael Pérez Gay y José Woldenberg. Mi lectura es que el Mariano Otero de Ibarra fortalece nuestro sentido de la tradición intelectual mexicana y nos provee de ideas y memoria: es decir, de insumos para una praxis política liberal y humanista.
Decimonónicas, las ideas políticas de Otero —la independencia judicial, el equilibrio de poderes, la protección del individuo frente al Estado, el federalismo, el principio de legalidad, los derechos políticos y civiles, el respeto a las minorías o la supremacía constitucional— cobran hoy una urgencia inusitada, pues, más que ideales abstractos, son mecanismos concretos que garantizan la libertad y la coexistencia civil y pacífica de los mexicanos.
La pasión de Ibarra por el pasado y la memoria nos ha dotado de recursos para vivir el presente con mayor lucidez e intensidad. Sus obras anteriores, El puente de las damas y El nacimiento de Jalisco 1808-1825, son también fruto de la unión entre vocación histórica y fervor jalisciense. Lo cual me lleva a pensar que el gran tema de la vida de Ibarra es y ha sido Jalisco. Ahí se concilian sus dos vocaciones fundamentales: la política y la histórica.
En suma, Ibarra nos enseña que la tradición del político-intelectual jalisciense —un linaje que va de Prisciliano Sánchez, Mariano Otero e Ignacio L. Vallarta a Mariano Azuela, Agustín Yáñez y Alfonso de Alba, entre muchos otros— no es sólo un ilustre pasado; es una herencia viva y vibrante que sigue siendo un motor del progreso social.