Marcela Lagarde nos menciona que la sororidad “es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y a la alianza existencia y política, […] para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas las formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y al empoderamiento vital de cada mujer.”.
Sin embargo, nos vemos sometidas a una constante exigencia por parte de la sociedad que desconoce la esencia misma de ésta, aplicándola en problemáticas cotidianas y absurdas que nada abarcan la lucha por nuestros derechos.
Se nos demanda una incapacidad de descontento hacia otras mujeres y esto provoca tener un entendimiento errado de la sororidad a la hora de la praxis.
Como si compartir una lucha borrara nuestra individualidad, pues ante los ojos juzgadores, el externar alguna discrepancia nos volvería “menos sororas”.
Al contar con esa idea genérica de que la sororidad no es más que la amistad entre mujeres que ni siquiera son amigas, se añadió una característica peligrosa a la hora de popularizarla y la hicimos obligatoria.
Me atrevo a llamarla “peligrosa”, pues muchas veces esta confusión de concepto te exige cumplir con un estándar de abnegación ante posibles agresoras o incluso a cruzar tus límites por cumplir con dicha exigencia.
La sororidad no es selectiva, pero tampoco invita a tener que soportar y solapar diversas situaciones que lleguen a violentarnos.
Reconozcamos que no es complicidad y apoyo incondicional a agresoras o a estar de acuerdo en todo.
Ser sororas jamás nos quitara el derecho a la crítica de las actitudes de violencia, al contrario, es una invitación a acuerpar, a reconocer, y sobre todas las cosas, a acompañar y demostrar un frente unido, reconocer que tu lucha es mi lucha, siempre y cuando no trasgreda nuestra integridad y nuestras propias creencias.
La principal sororidad siempre debe ser contigo misma, no debemos romantizarla, ni verla como algo superficial, es un frente político y así mismo tenemos que vivirla.