Que la sociedad mexicana está enojada, indignada y llena de ira es algo evidente, al punto de que más allá del diagnóstico de los sociólogos y politólogos, el propio secretario de Salud, José Narro Robles, llegó a decir que se trata precisamente de un asunto de salud pública.
Contra lo que pudieran pensar algunos iracundos, los más desinformados, no somos la única nación fastidiada. El mundo entero observa la furia de la que se alimentan infinidad de políticos de todas las tendencias (derechistas, xenófobos, izquierdistas y, por supuesto, nacionalistas). Acaso, sí, somos la única encabronada (una forma muy mexicana de estar inconforme, lo mismo que “estar hasta la madre” o “emputados”).
Discutir desde cuándo lo estamos podría ser ocioso, pero conviene pensar en ello porque aunque abundan los que creen que este malestar colectivo comenzó con este sexenio, todo indica que en realidad se trata de una sensación que se ha ido acumulando y exacerbando durante mucho más tiempo, especialmente en los últimos años.
De cualquier forma, todo lo malo parece suceder a cuenta de un gobierno, el de Enrique Peña Nieto, con el cual la gente cree que el país ha llegado al culmen de su desgracia. ¿Qué tan racional es esta presunción? Los que con cierta edad ya hemos vivido, disfrutado y padecido este país, sabemos —o deberíamos saber— que no todo tiempo pasado fue mejor y que siempre se puede empeorar.
Lo contrario nos lleva a decir muchas tonterías. Incluso frente a los peores problemas de hoy, la violencia y la inseguridad, conviene ver al pasado con muchas reservas o terminaremos creyendo que vivíamos más seguros en las épocas de Arturo El Negro Durazo.
Si vemos el endeudamiento o la inflación actuales, ¿en realidad los podemos comparar con sus niveles de los años ochenta?
Pero hasta las cosas más obvias no lo son tanto en medio del descontento. Ya Séneca prevenía sabiamente: “Contra la ira, dilación. La razón trata de decidir lo que es justo. La cólera trata de que sea justo todo lo que ella ha decidido”.
Como de pronto el deporte nacional en cualquier mesa que se respete parece ser el de la indignación (desde la cantina más humilde hasta el brunch en la colonia más exclusiva), las cosas se discuten, sobre todo en estos días de altas temperaturas, muy acaloradamente. Tampoco en esto somos los únicos, pero la desdicha, resentimiento, frustración y encono que se ponen de manifiesto en muchas tertulias hace pensar que lo que aquí nos ocurre es, en su dimensión trágica, lo que ningún otro país ha experimentado. El ciudadano exasperado se tira al suelo y nadie lo recoge, porque la mayoría de sus interlocutores sienten lo mismo (“ya nada puede empeorar”), y hasta compiten por ver quién lo expresa más dramáticamente; cuando alguien disiente, su indignación se acrecienta porque no puede creer que haya alguien que no comparta su malestar, un insensible “palero del sistema” ajeno a la desgracia del país.
El tema, insisto, no es nacional. El filósofo político Daniel Innerarity lo describe en un libro bastante recomendable para estos tiempos, Política para perplejos (Galaxia Gutenberg): “…vivimos en sociedades exasperadas. Por motivos más que suficientes en algunos casos y por otros menos razonables, se multiplican los movimientos de rechazo, rabia o miedo (…) Hay decepcionados por todas partes y por muy diversos motivos, frecuentemente contradictorios, en la derecha y en la izquierda, a los que ha decepcionado el pueblo o se sienten traicionados por las élites; unos lamentan la falta de globalización y otros su exceso. Este malestar se traduce en fenómenos tan heterogéneos como el movimiento de los indignados o el ascenso de la extrema derecha en tantos países de Europa. Por todas partes crece el partido de los descontentos. En la competición política tienen las de ganar quienes aciertan a representar mejor los malestares”.
En México esto último está clarísimo. Incluso yo diría que tiene hasta una sobrerrepresentación que lo mismo reúne cristianos fanáticos de ultraderecha que seguidores de Pol Pot disfrazados de guardias comunitarias, o ingenuos ciudadanos que esperan un milagro al lado de politicastros y líderes del priismo más corrupto, ahora reciclados por una maquinaria que responde a un solo hombre, un salvador.
Puesto que, como va quedando claro, la indignación y el enojo guiarán el voto de millones de mexicanos, la máxima de Séneca se materializará ampliamente: no se decidirá lo que es justo desde la razón, sino desde la cólera. E igual que no habrá dilación contra la ira, tampoco pasará mucho tiempo antes de que la frustración sea tan grande como las enormes expectativas que abrigan estos electores.
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