Rebasado “el día después” descubrimos que todo toma un tono “normal”: somos una sociedad más madura de lo que creíamos. En medio de la euforia por el triunfo de Andrés Manuel López Obrador y las enormes expectativas puestas en su futuro gobierno, los que lo eligieron y los que no lo hicimos encontramos un saludable intermedio de pragmatismo y realismo que la política ha impuesto.
Cada quien lo ve como prefiere: “los empresarios se suman a la transición de AMLO” o “AMLO se modera ante los empresarios”; “Peña se doblega ante el ganador” o “El candidato triunfante elogia a Peña y le muestra su respeto”. Pero si lo vemos mejor, todo lo dicho es real a un tiempo: la prudencia y la civilidad se han impuesto en el diálogo entre los principales actores políticos y económicos.
¿Eso es malo? Desde luego que no. Sólo un desquiciado hubiera preferido que el discurso de López Obrador, la noche de su victoria, hubiera sido áspero y amenazante para las empresas nacionales y extranjeras, la negociación del TLC o las libertades democráticas.
Muchos lamentamos que en ese discurso estuviera ausente el reconocimiento de la vida democrática que hemos alcanzado independientemente de su victoria. El país no amaneció democrático el dos de julio merced a su triunfo, sino que él amaneció ganador gracias a la solidez de las instituciones democráticas del país que respetan y acatan la voluntad de la mayoría de los electores.
Sin embargo, a pesar de esa ausencia, en los días que siguieron López Obrador fue capaz de mostrar su mejor perfil institucional, uno que parecía imposible de tener después de haber proferido tantas invectivas contra las instancias y actores de la vida pública que justamente no le regatearon en ningún momento su triunfo. Me refiero, por ejemplo, al Instituto Nacional Electoral, cuyos integrantes en algún momento fueron calificados como “achichincles del poder”.
No es fácil contener y moderar una maquinaria electoral hecha de toda clase de alianzas e intereses, y puesta a su potencia máxima para alcanzar el resultado obtenido en las urnas. Al hacerlo, López Obrador responde inteligentemente a la exigencia de la sociedad de que los cambios que se vayan a dar se produzcan en paz, con orden y respeto a las instituciones y la legalidad.
Y en este punto, desde luego, no faltan los que ahora resultan más pejistas que el Peje: aquellos que están esperando que asuma desde ahora, como presidente electo, toda la radicalidad contra “las élites” y “la mafia del poder” invocada en su campaña electoral, y soñando con que ésta se proyectará con más claridad después de que asuma oficialmente la Presidencia.
Ilustro lo anterior en el artículo de Jorge Zepeda Patterson (El País, 5-VII-2018) en el que a pesar de reconocer que AMLO ha conseguido en las primeras horas “revertir el nerviosismo de esos poderes fácticos” señala que “hay razones para preocuparse” porque “en los próximos meses habrá una cargada de las élites para acoger al nuevo presidente con los brazos abiertos, con la esperanza de mantener vigente el estado de cosas que los privilegia”.
El mismo autor espera de AMLO que “en su afán de no enemistarse con Peña Nieto y sus círculos, con los medios tradicionales, con los poderes fácticos que ahora harán fila en el besamanos, no termine diluyendo el mandato de cambio que recibió de los ciudadanos”. Zepeda sabe —aunque en su momento no pareció disgustarle mucho— que López Obrador “ya dio muestras durante la campaña del perdón que extiende a los corruptos por el simple hecho de pasarse a su bando”; ahora espera que eso no suceda “con la clase política y las élites que han sido repudiados por los votantes”.
La verdad es que Zepeda y muchos de los seguidores más inflexibles de Andrés Manuel tienen motivos para preocuparse. El audio y el video de los primeros días de AMLO presidente electo no les checa, porque suponen que la masiva votación obtenida por Morena el 1 de julio debe ser el sustento de una transformación a fondo, prácticamente revolucionaria, que López Obrador debe anunciar día con día durante esta transición y, ya en el poder, concretar.
Me temo, sin embargo, que la realidad de la política —y sus despreciables instrumentos: la negociación, las alianzas, los acuerdos, etcétera— se está imponiendo desde ahora. Y tal vez eso convenga a “la mafia del poder”, pero también al presidente electo y, sobre todo, a la sociedad en su conjunto, que no espera mayores sobresaltos.
De momento, no veo en el próximo gabinete a los paladines que se harán cargo de sepultar a las élites responsables del “desastre nacional” ni de llevar a cabo un cambio de rumbo de 180 grados. No los veo por ningún lado. Como van las cosas, y a pesar de que existen muchas dudas sobre lo que nos espera con el gobierno de López, no me imagino ningún gesto ni medida tremebunda.
Y hará bien AMLO en mantenerse como hasta ahora. Porque lo que yo creo que todos esperamos es que por supuesto combata la corrupción, beneficie a los que menos tienen, ponga fin a la inseguridad y haga crecer al país; pero mientras lo logra no quisiéramos que desmantelara o echara a perder lo que sí funciona, y mucho menos que nos sometiera a una confrontación política interna como la que han vivido otros países latinoamericanos y que ha tenido costos muy elevados en lo político y lo económico.
En medio del grosero gatopardismo en escena, no me preocupa mayormente que AMLO siga incorporando en sus filas a montones de tránsfugas del PRI o del PAN, sino que termine haciendo caso de sus seguidores más ilusionados con el cambio radical, esos que quieren ser más pejistas que el Peje.
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