Yo, robot (1950) de Isaac Asimov no es únicamente un conjunto de relatos sobre máquinas inteligentes; es, sobre todo, un laboratorio ético anticipado. Las famosas Tres Leyes de la Robótica, proteger al humano, obedecer órdenes y preservar la existencia del robot, fueron concebidas como una arquitectura moral para evitar que la tecnología se volviera contra su creador. Más que reglas de ciencia ficción, hoy funcionan como un espejo que revela nuestras propias insuficiencias para gobernar sistemas que ya no son meras herramientas, sino agentes capaces de aprender, decidir y actuar.
Asimov imaginó robots cuyas fallas nacían no de la maldad, sino de las ambigüedades humanas: contradicciones en las órdenes, dilemas morales imposibles, interpretaciones literales de instrucciones defectuosas. Una IA que evalúa a un candidato laboral, que controla infraestructura crítica o que modera contenido puede discriminar, fallar o tomar decisiones opacas sin que sepamos por qué.
Otro riesgo anticipado en el universo de Asimov es la pérdida de control. Hoy enfrentamos un problema similar: modelos avanzados que generan código, crean imágenes, negocian, predicen comportamientos sociales o imitan voces y rostros. A mayor autonomía, mayor incertidumbre.
Asimov advertía que el mayor peligro no eran los robots, sino nuestras propias decisiones: errores políticos, ambiciones económicas descontroladas o la tentación de delegar la responsabilidad en máquinas supuestamente “objetivas”. La carrera por desarrollar IAs cada vez más poderosas, no hay regulaciones sólidas, ni estándares éticos universales y con intereses geopolíticos en juego, refleja esa misma tensión. El riesgo no es solo tecnológico, sino humano: crear sistemas que superen nuestra capacidad para comprenderlos o gobernarlos.
Yo, robot sigue siendo actual porque nos recuerda que la inteligencia artificial no será peligrosa por sí misma, sino por la ausencia de marcos éticos, legales y sociales a la altura de su poder. El desafío contemporáneo es lograr que nuestros principios evolucionen tan rápido como nuestra tecnología. Sólo así evitaremos que la historia de la robótica que Asimov escribió como ficción termine convertida en advertencia.