Correr detrás de la juventud es una carrera que no ganamos y la derrota merece el peor de los castigos. La Sustancia, película dirigida, escrita y producida por Coralie Fargeat, es todo lo que la cultura de la culpa desea ver y padecer. Ensalada moralígena de El Retrato de Dorian Gray y Fausto, que se traga el monstruo que acapara la historia. Ese agujero sin fondo de los efectos especiales.
La historia: una modelo o actriz tiene un show de televisión matutino de aerobics, cumple 50 años y el productor la despide para buscar a una sustituta más joven. El papel lo interpreta Demy Moore, que usa varios abrigos muy elegantes. Se deprime porque ya no tiene trabajo y se emborracha en su mega apartamento en Beverly Hills. Después de un accidente de coche misteriosamente le dejan en el abrigo un USB con el video de una sustancia rejuvenecedora. Ella llama y ordena su dosis, no tienen servicio a domicilio, no son pizzas, son medicamentos ilegales, así que con su abrigo y su Birkin va a un sótano sucio.
Se inyecta la sustancia, y de ella misma nace otra mujer adulta, joven, “una versión mejor de ella misma”. El otro yo es una pesadilla, hasta que se convierten en monstruos, y los efectos especialmente asquerosos se tragan la película.
Es vomitiva. Para una anécdota tan simple y maniquea, nos dan una moraleja que regaña a la industria de la cosmética por hacer adictos a verse mejor en el espejo. Con una gran dosis de violencia gratuita, la joven golpea a patadas a la anciana que la parió y le saca tanta sangre que la pantalla no puede contener.
La ingenuidad moralígena del guión de esta casa de los sustos, es pasmosa. La industria de la televisión funciona así, no es una novedad, es un pacto voluntario, el objetivo es ofrecer novedades al público y eso no es “bueno o malo” es parte del negocio. La directora con su dedo flamígero lo señala, “utilizan a las mujeres”, es perfecto para que el neofeminismo, que es puritano y menosprecia a las mujeres que se procuran su belleza, se ponga de pie y aplauda. Es momento de castigar el pecado de la vanidad.
La efebocracia no es un invento contemporáneo, es una creación de la antigua Grecia. Los hombres tenían su punto culminante de belleza en la adolescencia. Entonces eran buscados como amantes, modelos de artistas y sabían que en su vida adulta perderían las delicias de sus privilegios. El deporte de competencia es más determinante: más joven, más alto, más rápido. La danza es lo mismo, es decir, el cuerpo como herramienta de trabajo no tiene disyuntiva, debe estar en su mejor momento.
Es muy fácil atacar la belleza, la vanidad, para al final castigar a las mujeres. No basta que la hayan corrido del trabajo, además por culpa de la sustancia envejece horrenda, su otro yo la golpea y humilla, las dos se convierten en monstruos asquerosos. La vanidad femenina y el skin care merecen el infierno.