Estamos mal acostumbrados a que se mueran los jodidos. Cada segundo se cobra un promedio de dos vidas alrededor del mundo, la mayoría pagando saldos de la vejez, el hambre o la guerra.Los marginados, los viejos y los imbéciles, aquellos que creen que una buena selfie amerita un buen riesgo, fallecen todo el tiempo. Se llama selección natural.
Pero los famosos, paradigmas del éxito, no suelen morir antes de la cuenta. Excepto por aquellos a quienes las adicciones convierten en célebres perdedores.
Los jóvenes tampoco acostumbran morirse. A menos de que hayan crecido fuera de una burbuja libre de conflictos armados.
Y la gente en general no suele morir al instante, más bien perece poco a poco en casas u hospitales, tras tormentosos procesos de deterioro.
La mayoría de veces que fallece alguien joven, sano y famoso lo hace por apenas unos instantes, los segundos justos que necesitamos para certificar la falsedad de un estúpido tweet. Y entonces recupera su estatus de invulnerabilidad.
Por todo los anteriores agravantes, la mayoría recordaremos nítidamente el resto de nuestros días (vayan ustedes a saber cuántos nos quedan) en dónde estábamos cuando la muerte de Kobe Bryant nos sacudió. Ni el éxito, ni la juventud, ni el espléndido estado de su salud pudieron blindarle. A la milenaria tradición de negar como acto reflejo las malas noticias, se ha unido el síndrome de las fake news, cuya última consecuencia es que las real news resulten aún más devastadoras y difíciles de digerir.
Se lo dijo el diablo a Berlioz en El Maestro y Margarita: la certeza de que vamos a morir es apenas la mitad del problema de nuestra condición de seres vivos. La otra mitad es que morimos de repente.