Los libros perdidos y sus regalos

Ciudad de México /
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¿A dónde irán a dar los libros que se nos pierden? Me lo pregunto casi obsesivamente desde hace unos días, pues, por más que busco y rebusco, no logro dar con unos libros a medio leer que, en medio del frenesí de ordenar la casa para las fiestas, parece que se fueron a vivir —o morir— a una realidad alterna. Con el paso de los días y como tantas otras cosas que he perdido, esos libros han ido cobrando un poder cada vez más alucinante.

Ricos y pobres, de Recabarren, por ejemplo, se me aparece cada vez con más frecuencia como el texto que habría de ofrecerme las piezas que me hacían falta para resolver —por fin— el acertijo de la desigualdad social persistente en México y los resortes que la sostienen. O ese de Adam Phillips, Attention-seeking, cuya desaparición misteriosa me ha dejado preguntas como aguijones clavados entre la panza y los pulmones. ¿Por qué no me enganchó, por qué me produjo tanto rechazo? Será porque toca partes mías que me resisto a mirar o será porque, a diferencia de todos los otros de Phillips que he devorado y vuelto míos, este, sencillamente, no me interpela?

Nunca me ha sido fácil resignarme a las pérdidas. Tendría que saberlo, pero igual me sigue sorprendiendo la fuerza con la que esas ausencias se me aparecen y me cimbran como pequeños terremotos en el momento menos pensado. Tantas y tantas. Algunas gigantes, otras minúsculas. Unas lejanísimas en el tiempo, otras mucho más recientes.

Me lanzo en ese tobogán y emerge, entre los escombros, un revoltijo de ausencias palpitantes. N, la amiga irremediable, hermana escogida más allá de mi voluntad y la suya, que se me fue a tirones de sospechas y reclamos recíprocos. Aquellos zapatos rojos, recién estrenados, que me robaron junto con el coche hace ya ni sé cuánto tiempo y que todavía, de vez en vez, echo en falta, inexplicablemente, mucho más que el coche. Los anuarios escolares de la Moderna que se esfumaron en quién sabe cuál de mis muchas mudanzas y que, según, una de las Blancas que me habitan, resultarían centrales para aclararme mi historia. Las pláticas interminables con G que tanto contribuyeron a hacerme la que soy y que hace rato dejaron de ser posibles por ese maldito cáncer de colon que nos privó a tantos de ese amor suyo tan estructurante. La terraza de Gavá-Mar en la que agradecí una y otra mañana estar viva y que, contra toda lógica, sigo extrañando incluso algunos días de invierno. El abrazo aquél de despedida, según yo temporal, en la estación de camiones de Taxqueña que me cinceló en el corazón el prototipo fundante del amor romántico y que todavía hoy, a dos millones de años de distancia, sigue actuando dentro de mí como norte delirante.

Así son, para mí, muchas de las presencias que, por razones variadas, se convirtieron en huecos vivos que nunca terminan de cerrarse. Vacíos que me conforman y, al tiempo que me definen, no dejan de dolerme. Como he escuchado ocurre con los miembros del cuerpo que se amputan o se pierden. Como pasa o me pasa con las preguntas que vuelven una y otra vez, pues no he dado con respuestas que las aquieten.

Sí, es cierto, también somos lo que hemos perdido, como reza el epígrafe de Amores perros, ese que me electrizó desde que lo leí la primera vez. Quizá porque esas pérdidas nos recuerdan nuestros límites. Quizá porque los convertimos en talismanes que contienen la llaves para descifrarnos y “completarnos”. Quizá porque nos aportan el dolor que, cada de vez en cuando, requerimos para justificar nuestro desánimo o para impulsarnos a apretar las mandíbulas y encontrar las fuerzas para seguir viviendo.

Seguiré buscando mis libros perdidos, esos cuantos, cortitos todos que perdí recientemente en mis desordenados afanes de arreglar y poner todo bonito. Porque no puedo dejar de hacerlo, al menos por ahora. Porque me impele la terquedad de no darme por vencida ante mi propio caos. Porque me mueve a ello, probablemente, la loca idea de que encontrarlos servirá para acallar el dolor de todas mis otras pérdidas.

Feliz 2024. Les deseo, lectores y lectoras, que encuentren fuerza en lo perdido para seguir abrazando la vida y vivirla entera.


  • Blanca Heredia
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