Tolstói escribió la novela Ana Karenina que Héctor Mendoza tuvo la osadía de convertir en obra teatral en 1978 interpretada por Silvia Pinal con escenografía de Alejandro Luna en la memoria: los rieles del ferrocarril y un caballo de cuerpo presente en el escenario del Teatro Hidalgo. Rafael Solana escribió del montaje, al que le dio el mérito del atrevimiento pero no de calidad total:
“Hemos de elogiar en cambio, sin reservas, con calor, a la señora Silvia Pinal; había quienes la creían fuera de ambiente en un drama porque la recuerdan haciendo payasadas en sus ‘especiales’ de televisión… En todo momento es una artista grande, una estrella, y además, una belleza; muy bien vestida, tiene la categoría, el garbo, la prestancia que su personaje pide, y también su intensidad erótica y dramática… Apasionada, despectiva, desesperada… tierna, angustiada, humillada, por todas las facetas de su personaje pasa en triunfo. Esta sería la obra de su consagración, si no la tuviéramos ya por consagrada”.
La Pinal ya era prestigio gracias al cine de Luis Buñuel o su paso al lado de Pedro Infante. Hizo mucho mal cine, mal teatro y mala televisión. Poco la salva el montón de películas que hizo, salvo la gracia con que ella interpretaba sus papeles, que hacían reír. Se dedicó a la política priista y a acrecentar su cartera con estacionamientos por Ciudad de México. Pero es innegable su calidad de vedette (no diva, no diosa, no musa) para convertirse en el personaje que le pidieran. Su paso por el teatro con Héctor Mendoza es insólito. El propio director de escena reconocía el fracaso comercial: “No sirvo para hacer dinero”. En cambio los musicales de Pinal con José Luis Ibáñez eran triunfos absolutos, como Mame o Papacito piernas largas.
Un día la vi en persona, ella con 54 años de edad, una guapura. Sus hijas igual tienen talento en las tablas y en la música. Pero Silvia creó el imperio de las Pinal, sin dudarlo. Siempre la contemplé más como una estrella que como una actriz y sin embargo lo era al lado de figuras como Luis Buñuel que, hay que decirlo, trabajó con ella porque el productor de los filmes era Gustavo Alatriste, su marido de aquella época.
Ese es el testamento fílmico que deja. No es poco.