La tecnología no es democrática ni democratizadora, tiene el potencial de serlo, pero no lo ha conseguido. Por ejemplo, las urnas electrónicas y el voto por internet pueden ser herramientas democratizadoras, para que todas y todos tengamos mayor acceso al voto y al ejercicio de sus derechos políticos, ahí hay un potencial democratizador que debe explotarse, pero ha avanzado a ritmos más lentos de lo que la sociedad requiere.
Las redes sociales son otro ejemplo, en su auge, por la década de 2010, Manuel Castells era de los principales estudiosos y promotores del uso de las redes sociales como herramienta del encuentro de las diferencias, de la organización colectiva o de la construcción de comunidad. Años después, el papel democratizador de las redes sociales es cuestionado por el algoritmo y la dimensión económica del emporio que se encuentra detrás de Facebook, Instagram, TikTok o X. Si en los casos de la Primavera Árabe o Nepal las redes sociales eran motivo de encuentro, en tiempos de la Guerra en Ucrania son motivo de desencuentro.
Está demostrado que el algoritmo hace más viral al contenido que polariza, que incita al odio o a la diferencia, porque, mientras más viral es, más dinero genera a la industria, desde los creadores y las propias plataformas hasta los medios de comunicación tradicionales que utilizan el clickbait de títulos sensacionalistas en las notas para generar mayor tráfico. En otras palabras, la industria tiene más incentivos para generar divergencias que convergencias entre las personas; por eso cuando se habla de la tecnologización de los vínculos humanos no estamos hablando sólo de un hábito de nuestra era, sino de una actitud colectiva que nos destruye comunitariamente.
Para resolver el problema hemos tomado un enfoque adultocentrista culpando a los más jóvenes, cuando ellas y ellos son más víctimas que protagonistas; el algoritmo no distingue y secuestra el pensamiento crítico, nos reconfirma nuestras propias ideas, cancela las diferencias y alimenta nuestra desesperanza; pero no podemos ser ingenuos y simplemente renunciar a las redes sociales, sino usarlas con conciencia y ponernos a dieta informativa, hackear el algoritmo, poner en duda lo que se presenta y dominar nuestras emociones sobre lo que vemos, ese es el primer paso para que el celular y el scroll nos lleven al encuentro y a construir comunidad democrática dentro y fuera de entornos digitales.