Son las 13.30 horas del día después. El féretro color cedro es la última tribuna de madera desde la que Porfirio Muñoz Ledo ha marcado la agenda del día, la conversación, la polémica, incluso el debate.
El pleno de la Cámara de Diputados es el segundo mejor espacio que se le pudo asignar (el primero tendría que haber sido el Esmirna Dancing Club con el Mambo #8 de Pérez Prado a manera de réquiem) para un homenaje de cuerpo presente al legislador, secretario de Estado, dirigente de partidos, diplomático, académico, ideólogo y poseedor permanente del cascabel que le puso durante seis décadas -día con día- al gato.
Imposible redactar un texto políticamente correcto, de un personaje políticamente incorrecto. Falible. Se equivocaba y volvía a resurgir a partir de su ilustración, de su inteligencia, de la memoria, de la gracia y de la vanidad… pleno de luces y sombras y de todos los colores. Elocuente para atacar o para zafarse en un español perfecto, con momentos que tocaban la genialidad. En todo ello radicaba, sí, el arte -porque era una arte- de su encanto.
Muñoz Ledo pensaba vivir el domingo de su muerte y por lo menos dos más… el domingo 23 de julio cumpliría sus tormentosos y festivos 90 veranos; y quizá… quizá otro par de años. Eso tampoco se le concedió. De Presidente de la República para abajo, quiso ser tantas cosas no alcanzadas… que fue más de lo que muchos en tres vidas no alcanzarían a ser. Y a hacer.
Aquella última charla en su casa, cuando parecía que de política ya lo había dicho todo y ya había logrado lo que había logrado y ya había perdido lo que había perdido, hablamos -como si habláramos a profundidad del primer antecedente de la transición democrática en México- del bello Studebaker en que veía a doña Amalia Solórzano llevar al niño Cuauhtémoc Cárdenas al mismo kínder en que él, por juegos del destino, estaba.
Y de su campeonato nacional como bailarín de mambo y del día que bailó con Tongolele y del campeonato pugilístico que alcanzó como ‘peso mosca junior’.
En el box y en la política lo más importante son las piernas, discernió. Sea para moverse, sea para entender dónde se está parado: “no bailo el ritmo que marcan en la política: bailo el mío”. Al final, luego de una caída en la regadera de la que nunca se recuperó del todo, sólo le quedaron piernas para nunca dejar de caminar. Lento. Firme. Hasta el último instante. Doliera lo que doliera. “Se necesita valor para ser viejo, dice Dustin Hoffman… ¿lo habías escuchado?”
Si de algo sabía, también, era de arte… en especial de pintura. Y de cine: cada noche de su existencia terminó en una película, europea de preferencia. Y de arquitectura: de esa materia era, a ojo de buen cubero, una cuarta parte de su ordenada e inmensa biblioteca que bordeaba por dentro la casa.
Hombre acostumbrado a la adulación, tuvo que habituarse una y otra vez al vacío. Me dijo que pronto entendió que “el talento cae mal”. Sabía hablar y eso nunca gustó a muchos, básicamente cuando lo que hablaba era alguna verdad. Denostaba la traición y le daba una virtud superior a la lealtad, tan difícil de entenderse cuando se es leal en la crítica más que en el falso elogio, me decía.
Recuerdo el despacho donde leía, escribía o pensaba. Intelectual de símbolos, tenía a Juárez en la pared y a Morelos en el escritorio. Pero también un busto en bronce de Napoleón Bonaparte. Ahí hablábamos de su afición taurina… lo bromeaba con aquello de que me resultaba ‘el Lorenzo Garza de la política… ‘el ave de las tempestades’. Y Muñoz Ledo la remataba de pecho: “sí, siempre me gustó torear ‘por naturales’ (con la izquierda)”.
Tomarse un café con él -o un martini en otros tiempos- era un doctorado en ciencia política a sorbos lentos. Siempre caía en sus personajes inolvidables, los que lo forjaron y hoy son calles o avenidas o escuelas: Torres Bodet, Morones Prieto, Mario de la Cueva o Adolfo López Mateos, al que le escribía algunos discursos. Fue crítico de los presidentes que fueron sus jefes, aliados y adversarios, amigos y enemigos. Todos todo al mismo tiempo… Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De la Madrid, Salinas, Zedillo, Fox, Calderón, Peña y López Obrador. Pero en los señalamientos, nunca dejó a uno solo en destacar sus aciertos. Era el amo de la patada y la sobada.
Su relación de muy alto nivel con el presidente francés Mitterrand o con el canciller alemán Willy Brandt o con el asesinado primer ministro sueco Olaf Palme -entre tantos de tal estatura- lo fue alejando de la mayoría de los políticos mexicanos.
Con una amargura superada, hablaba del freno de la envidia: “me destruyó más de lo que hubiera pensado”; me contó de aquella vez en que no fue Secretario General de la ONU porque le faltó un solo voto: “el voto de México… el presidente López Portillo le dijo a su subordinado potosino Fausto Zapata: ’me da mucha pena, pero no puede haber un Papa mexicano”. No es que el rebelde Muñoz Ledo se fuera quedando solo: siempre lo estuvo.
Sumado al de oratoria, box y mambo… le pregunté si era suyo un cuarto campeonato, el de la impaciencia. “Precipita acciones que no están maduras, pero también se adelanta a su tiempo. Me ha sido buena y mala”. Sonó a lo que era: el balance final.
Helo ahí… ovacionado ante las mismas curules de septiembre de 2019, donde pronunció -sin saber que se había quedado el micrófono abierto- su último discurso importante… memorable. Un discurso de ocho palabras, traducido desde su francés sutil y elegante, y que dirigido a los diputados, recogió el sentir de cada mexicana o mexicano: “Chinguen a su madre… qué manera de legislar”.
Se mordía los labios, pero nunca la lengua. Cáustico e inconforme a perpetuidad. Patriota de cuando había patriotas, que siempre quiso su lugar la historia. La bandera de México sobre su ataúd confirma que lo tiene. Y que rompió con todos, pero no con él. CDB