A las 16 horas del lunes 5 de junio, los reportes de los programas de resultados electorales preliminares (PREP) en Coahuila y el Estado de México, indicaban que el PRI iba a la cabeza en ambas entidades, con una diferencia de 1.5% en el estado norteño y de 2.9% en el del centro del país. Para el gobierno federal y su cargada mediática, las tendencias son irreversibles y se irán ampliando descaradamente conforme los alquimistas post electorales entreguen las actas que faltan por contabilizar. El objetivo es rebasar el margen máximo de diferencia que la ley exige para que el recuento de votos en la totalidad de las casillas, sea obligatorio.
La democracia ha sido mancillada en México y a mucha gente parece no importarle. A pocos asustó la brutalidad de la guerra sucia emprendida en contra de la profesora Delfina, alimentada con bulos, pero también con información recabada ex profeso por los aparatos de inteligencia política y financiera del Estado, con el consiguiente desvío de recursos públicos millonarios para fines estrictamente electorales.
A muchos les pareció normal la desvergonzada compra de votos, mediante la entrega abierta de millones de tarjetas de débito a posibles votantes (la dichosa tarjeta rosa), mismas que en caso de ganar el Primazo, serían activadas y se transferiría dinero a cada una (el salario rosa), sumando la cantidad de 5 mil 10 millones de pesos mensuales, recursos que sólo podrían salir del presupuesto federal. Este ilícito se perpetró en las narices de las autoridades electorales y ninguna dijo (ni dirá) nada.
¿Qué hubieran dicho el año pasado los comparsas del PRIAN y la sociedad en general, si Trump hubiera llevado a cabo una estratagema similar? ¿Les habría parecido correcto? ¿Las autoridades norteamericanas lo habrían tolerado?
Obviamente estamos ante un nuevo fraude de Estado, en el que la voluntad popular no se respeta. Lo único que importa es evitar que haya un verdadero cambio político en México, que expulse para siempre a los chupópteros del presupuesto, a los PRIANISTAS que se resisten a dejar la multimillonaria ubre que alimentamos todos los mexicanos mediante el pago de impuestos.
Coincido con Julio Hernández, autor de la columna Astillero para La Jornada, cuando observa que al inventario de la mapachería priísta se sumó un comportamiento grupal e institucional, en el que predominaron el uso desbordado de dinero público y actos de hostigamiento abierto, equiparable al de los cárteles del crimen organizado, con los que finalmente se han mimetizado.
Ante ello, el aparato encargado de prevenir, frenar y sancionar los actos delictivos de índole electoral, acreditó su conocida incapacidad –complicidad por omisión –, la cual refrendará con broche de oro cuando dentro de unas semanas, en medio del aplauso de los corifeos a sueldo, ratifique públicamente con absoluta seguridad que, a su discutido juicio, éstas fueron las elecciones más limpias en la historia de México, mientras a los aprendices de brujos se les llena la boca diciendo que México derrotó al populismo autoritario, "haiga sido como haiga sido", y que hasta los mercados reaccionaron favorablemente, lo que equivale a decir que a los mercados les importa un pepino la democracia y que ante todo, el fin justifica los medios, esto es, seguirse enriqueciendo de manera inconmensurable junto con sus "socios" (OHL, HIGA, ODEBRECHT, las siete hermanas petroleras, etc), sin importar la cada vez mayor desigualdad social que la política neoliberal corrupta prohíja, pues finalmente, esas familias empobrecidas, víctimas de la corrupción rampante, son el caldo de cultivo perfecto para la intimidación electoral y la compra de votos, en escalas inimaginables.
No obstante, estamos obligados a no flaquear, a mantener la esperanza. La lucha sigue, de manera pacífica y dentro de los cauces legales. La gente debe entender más temprano que tarde que se está arriesgando el futuro de sus hijos, si no hace nada por evitar que el PRIAN siga jugando con el país. Recordemos el 4 de junio de 2017 como el último día que les permitimos burlarse de nosotros. Que se escuche un ¡Ya basta! temible e indomable. Lo digo sin acritud, ¡pero lo digo!