¿Pueden los viejos partidos tradicionales, con sus campañas y propuestas políticas aburridas, ser organizaciones eficientes de la sociedad de hoy? En 2021, el triunfo de Gabriel Boric parecía dar una respuesta clara: en Chile, no. Su llegada al poder fue, en sí misma, una ruptura. A los 36 años se convertía en el mandatario en funciones más joven del mundo, el presidente más joven en la historia de su país y el primero nacido después del golpe de Estado de 1973: un representante de la generación millennial.
Al mismo tiempo también llegaba de manera novedosa: las principales coaliciones políticas que habían gobernado el Chile de la posdictadura perdían su histórico poder hegemónico y quedaban fuera del balotaje. Pasaban por primera vez a segunda vuelta coaliciones como Apruebo Dignidad y Frente Social Cristiano, fundados en el marco del ciclo posrevuelta del año 2019. Había algo más: el factor Parisi con el Partido de la Gente, el economista que, con un discurso antiélites y una campaña exclusivamente digital sin pisar Chile (no podía ingresar al país debido a que tenía una orden de arraigo por no pagar la pensión alimenticia de sus hijos) logró el 12,8% de los sufragios, obteniendo el tercer lugar en la primera vuelta electoral.
Esto se enmarca en un proceso que no era exclusivamente chileno, ya que desde años anteriores un fantasma recorría la región: la enorme crisis de representación y el castigo a los partidos tradicionales fue uno de los tantos síntomas que producía el fantasma. En el año 2021 las y los chilenos dejaron algo en claro: no queremos más de lo mismo, pero hacia la segunda vuelta presidencial dijeron algo más: no solo querían algo nuevo, lo querían por izquierda. Algo raro en esos años, en donde la novedad era la ultraderecha. Así fue como el triunfo de Boric con un 55,87% sobre 44,13% de una ultraderecha que acechaba con Jose Antonio Kast hizo que miráramos como prometedor al joven presidente con tatuajes, agenda progresista y un equipo político de exlíderes estudiantiles que llegaban al poder.
Cuatro años más tarde, todo aquello parece una vieja anécdota. José Antonio Kast, que obtuvo un 23,9% de los votos en la primera vuelta de la elección presidencial, se posiciona hoy como el político más cercano a La Moneda. Johaness Kaiser (13,9%), exdiputado de su mismo partido, y la centroderecha representada por Evelyn Matthei (12,4%) le dieron su apoyo. Así, la derecha unida arrancó con una ventaja rumbo a la segunda vuelta del 14 de diciembre frente a Jeannette Jara que sacó un 26,8% de los votos.
Sin embargo, la “novedad” continuaba ahí: el tercer lugar volvió a ser para Franco Parisi, que esta vez sí pisó Chile con su eslogan “Ni facho ni comunacho” y logró obtener el 19,71% de los votos. Esa misma noche evitó apoyar a alguno de los dos ganadores: “Les tengo una mala noticia al candidato Kast y a la candidata Jara; gánense los votos, gánense la calle". Ninguno de los sondeos lo ubicaba tan cerca de los principales candidatos y, con sorpresa, el espectro político chileno volvió a mirar esos votos, que serán decisivos para el desenlace de la segunda vuelta del 14 de diciembre.
La historia ya la conocemos: Gabriel Boric no logró construir poder político, fracasaron dos procesos constitucionales, se retira con una base de apoyo del 30% y parece que lo que más le importa a las y los chilenos es la seguridad. El 63% señala el crimen y la violencia como los temas que más les preocupan, según el informe de octubre de Ipsos. Se trata de un nivel de percepción más alto que México (59%) y Colombia (45%) a pesar de que las tasas de homicidios de ambos países son más de cuatro veces superiores.
El país que todavía sigue pagando las consecuencias de su dictadura ya no parece estar partido en dos; más bien parece inconforme, desanclado, sin un centro estable desde donde interpretar la política. Y esa inconformidad no es patrimonio chileno: es el signo de la época en toda América Latina. Chile muestra con nitidez algo que recorre a la región entera: cuando la autoridad política pierde legitimidad, ese vacío lo llena un público descontento, impaciente y digitalizado, que castiga a quien percibe como establishment.
Ahí encaja Kast, con un discurso de orden que simplifica el miedo. Ahí encaja Parisi, con su discurso antiélite y su comunidad política digital. Y ahí también se explica la debilidad del progresismo chileno que un rato ilusionó: no supo construir autoridad en un ecosistema donde la autoridad ya no se hereda ni se decreta. La pregunta más interesante del año electoral chileno es la pregunta por la representación de los no representados: ¿hacia dónde se irán los 2,5 millones de votos que obtuvo en la primera vuelta, el candidato sin ideología, Franco Parisi?