Aunque en este espacio suelo hablar de cine y sus intérpretes, hoy cruzo la frontera hacia un universo donde el heroísmo no se escribe con guiones, sino con llaves y huracarranas. Porque si el cine nos dio superhéroes de ficción, México forjó los suyos propios en los rings, convirtiendo la lucha libre en la mitología viva de un país que sigue cautivando al mundo.
Y ningún nombre encarna mejor esa fusión entre personaje, drama y legado que El Hijo del Santo, un heredero que no solo portó la máscara plateada más icónica de la historia, sino que libró su batalla más épica fuera del cuadrilátero: la de forjar su propia leyenda bajo la sombra de un mito fundacional, su padre, El Santo, el enmascarado de plata que saltó del ring al cómic y al cine para convertirse en el primer superhéroe cultural de México.
El Hijo del Santo visitó la redacción de MILENIO para despedirse, pero también para regalarnos un poco de historia y triunfo, por eso hablar hoy de él es hablar de la culminación de una narrativa épica que cualquier guionista envidiaría: la del hijo que debe cargar con un apellido sagrado, enfrentarse al desdén y a la comparación cruel, y redimirse no por sangre, sino por "dignidad".
En el cine, las sagas de superhéroes nos hablan de legados, de máscaras que pasan de un justiciero a otro, de hijos que cargan con el peso del mito paterno. Hollywood ha tejido miles de guiones alrededor de ese conflicto. Pero en México, la narrativa más poderosa, la más auténtica y desgarradora sobre un heredero, no se filmó en un set: se vivió, sudó y sangró entre las cuerdas de un ring. La historia de El Hijo del Santo es el guión que cualquier cineasta envidiaría, una épica en tres actos donde el "deporte-espectáculo" se convierte en el teatro más profundo de la condición humana.
Nació como Jorge Ernesto Guzmán Rodríguez, el único de los once hijos de El Santo que se atrevió a vestir el traje plateado.
Debutó un 18 de octubre de 1982, con la sombra (y la protección) de su padre a su lado. Pero el destino, cruel como un "golpe bajo" a traición, lo dejó huérfano del mito apenas dos años después, en 1984.
La muerte del ídolo lo dejó "volando sin red", vulnerable no solo como luchador, sino como ser humano. El peso de la máscara se hizo insoportable.
"Me decían enano, que tenía cuerpo de perro, que nunca iba a llegar a ser como mi padre, que me quedaba grande la máscara", recuerda.
La prensa, el público e incluso el propio medio luchistico fueron crueles.
"Tuve que picar piedra", confiesa. Cada insulto era un golpe bajo; cada comparación, una plancha su autoestima.
Pero El Hijo del Santo tenía un escudo secreto: las palabras de su padre.
"Nunca creas en los aduladores ni en tus detractores, confía en ti, confía en Dios y vas a llegar muy lejos".
Esa fue la llave maestra que lo salvó de la rendición y con la que decidió "hacer su propia historia".
Terminó su carrera universitaria, promesa a sus padres fallecidos, y, "con la tenacidad de un luchador de jaula", empezó a revertir la lucha.
A mediados de los 80, los triunfos empezaron a llegar. No eran los triunfos heredados, sino "ganados al hilo", limpios, con técnica y corazón. Empezó a "ganarse el respeto a codazos".
La prensa dejó de mirarlo con desdén, el público cambió los abucheos por porras, y los vestuarios comenzaron a ver en él no al vástago mimado, sino al "técnico de a de veras".
Había logrado lo imposible: honrar al mito sin vivir a su sombra. Forjó su propio campeonato de dignidad.
Más allá de sus batallas históricas y sus luchas de apuesta memorables (como la donde le arrebató la máscara a Ángel Blanco Jr., uno de sus rivales en la función de despedida), su gran logro fue la custodia del legado. En un medio donde los personajes a veces se "chotean" o se multiplican como "Huracanes Ramírez", él protegió la sacralidad de La Máscara. No permitió que se trivializara. Dejó claro que hubo un Santo (el ídolo máximo) y un Hijo del Santo (su digno sucesor). Y ahora, en un movimiento maestro, pasa la estafeta a la siguiente generación: Santo Jr., su hijo.
"Si no estuviera seguro de que tiene las herramientas, no se lo hubiera dejado", afirma con la contundencia de quien sabe que el linaje está en buenas manos.
Su retiro no es un "tirar la toalla", sino un "cambio de máscara". El personaje, el Hijo del Santo, seguirá vivo, alegrando al público y con proyectos como una bioserie y un documental titulado "El hombre detrás de la máscara". Pero el hombre que está debajo, el luchador, deja de exponer su cuerpo en el ring.
"Estoy viviendo un duelo, dejando lo que más amo", admite, pero se reinventa. Es un relevo voluntario para explorar otros territorios.
"No me considero una leyenda", dice. Prefiere ser el "digno heredero de una leyenda" y el "luchador que siempre se entregó al público al 100%". Pero la afición, la historia y el corazón del pancracio mexicano ya han dictado su veredicto. El Hijo del Santo no sólo cargó con el peso de un apellido de leyenda; lo levantó, lo hizo suyo y lo llevó a nuevas alturas. No fue la sombra de su padre, sino la luz que garantizó que el mito nunca se apagará.
Su carrera fue una "lucha a dos de tres caídas" contra las dudas, el dolor y la comparación. Y, en una caída definitiva limpia y contundente, se alzó con la victoria. Este diciembre, entregará su legado, así como su máscara y su historia. Porque en el gran combate de la vida, El Hijo del Santo ya hizo "la de ganar".