Brasil, presidente pro tempore del G20, logró “poner de acuerdo” a las economías más importantes del planeta en aspectos como la lucha contra el cambio climático y contra la pobreza, y el impuesto a los superricos, así como un consenso sobre las guerras en Ucrania y Oriente Medio.
Las y los jefes de Estado aprobaron una propuesta de fiscalidad progresiva que incluye la tributación efectiva de los más ricos del planeta. Además, el texto defiende la fiscalidad progresiva como una herramienta clave para reducir desigualdades, fortalecer la sostenibilidad fiscal y fomentar un crecimiento inclusivo, alineado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
La declaración de 85 puntos, también incluyó la iniciativa brasileña de crear la Alianza Global contra el Hambre y la Pobreza, respaldada por más de 80 países y múltiples instituciones multilaterales.
Sin embargo, uno de los aspectos que más llamó la atención fue el protagonismo de las y los presidentes latinoamericanos de izquierda, entre los que figura la primera presidenta de Norteamérica, Claudia Sheinbaum, que junto a Petro, Lula y Boric, juntos, parecían consolidar —al menos en lo simbólico— un bloque frente a la extrema derecha que, a la cabeza en el Trump y de porristas como Javier Milei, amenazan al continente.
El grupo habló del intercambio regional para disminuir la dependencia económica con los Estados Unidos, de migración, comercio y el impulso de proyectos que se enmarquen en las energías limpias y la lucha contra el cambio climático, entre otros.
Estamos viviendo un proceso de transición hacia la configuración de un nuevo orden internacional, que no puede entenderse sin China, y en el cual América Latina tiene la oportunidad de impulsar con más fuerza su capacidad de agencia, a través de una integración regional que se torna cada vez más urgente. La izquierda necesita encontrar maneras de articular mejor y de manera más amplia su propia visión del mundo.
Normalmente, las declaraciones finales en este tipo de cumbres suelen convertirse en cantos de sirena, y su cumplimiento se da únicamente al calor de las voluntades políticas de las y los líderes partícipes. Durante su discurso inaugural, el presidente Lula Da Silva recordó que participó en la primera reunión de líderes del G-20, convocada en Washington en 2008 y que desde entonces “el mundo está peor (...) Tenemos el mayor número de conflictos armados desde la II Guerra Mundial y el mayor número de desplazamientos forzados jamás registrado”.
El país anfitrión organizó esta cumbre con el propósito de pactar iniciativas que reflejan sus prioridades y su visión del mundo, frente al radical cambio de rumbo que plantea el presidente electo Donald Trump. México, bajo el liderazgo de la presidenta Sheinbaum, hizo lo propio con su planteamiento, que busca “establecer un fondo para destinar el 1% del gasto militar de nuestros países para llevar a cabo el programa de reforestación más grande de la historia’.
La foto de las y los mandatarios de izquierda es histórica y una declaración de principios en sí misma: sólo la integración de los países progresistas de América Latina podrá hacerle frente al embate contra nuestro continente que prepara Donald Trump, y cuyos nombramientos en el Gabinete han dejado todavía más clara su postura frente a los territorios del sur del Río Bravo.
Recordaba el presidente de Colombia, Gustavo Petro, sobre la importancia de consolidar organizaciones como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y de su participación en las discusiones globales del G20, en el marco del cumplimiento de los compromisos adquiridos. Difícilmente, fuera de un organismo latinoamericano, cualquier bloque de contrapeso regional sucumba frente a la agenda de odio y servilismo a la que aspira el presidente electo de los Estados Unidos frente a América Latina.