2025: América Latina bajo presión

  • Mirada Latinoamericana
  • Daniela Pacheco

Ciudad de México /

América Latina atraviesa un momento que no puede reducirse a la idea cómoda de una “derechización” del mapa político ni explicarse como una región pasiva arrastrada por fuerzas externas. Lo que está en disputa es quién gobierna, pero sobre todo cómo se gobierna y para quién. Esa disputa hoy está atravesada por una injerencia imperial renovada de Estados Unidos bajo Donald Trump, por crisis sociales profundas y por pueblos movilizados que siguen siendo, para las élites, el principal factor de inestabilidad. El giro autoritario que avanza en la región no expresa fortaleza política, sino miedo.

Con la segunda presidencia de Trump, Estados Unidos dejó de lado el lenguaje multilateral —aunque nunca lo practicó del todo— y volvió a tratar, explícitamente, a América Latina como su patio trasero. La lógica es directa y brutal. Asegurar recursos estratégicos, contener a China y disciplinar gobiernos mediante presidentes títeres, presión económica, agendas de seguridad importadas disfrazadas de una falsa lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, y la amenaza explícita de intervención. La soberanía latinoamericana vuelve a ser condicional, revocable, suspendible en nombre de la migración, el narcotráfico o esa palabra, ahora vacía, que todo lo justifica: “estabilidad”.

En ese esquema, Venezuela sigue ocupando un lugar central. No solo como mensaje disciplinador para el resto de la región, sino como problema material. Venezuela concentra recursos estratégicos de escala global: las mayores reservas probadas de petróleo del mundo, además de gas, oro y coltán, y una ubicación geopolítica clave en el Caribe. En un contexto de disputa energética global, un país con esos recursos no puede ser tolerado como actor soberano desalineado a los intereses de Washington y Miami. Por eso el castigo es sostenido y ejemplar: primero se asfixia, luego se señalan una y otra vez las consecuencias de la asfixia. El mensaje es claro: la soberanía política y el control de los recursos tienen un precio.

Sin embargo, sería un error explicar el avance autoritario solo por la presión externa. América Latina y el Caribe concentran hoy las tasas de homicidio más altas del mundo, ligadas al crimen transnacional: narcotráfico, tráfico de armas, minería ilegal, trata de personas, control territorial. Y los países que encabezan estos indicadores no son los gobiernos progresistas, sino aquellos donde el crimen organizado se extendió bajo modelos punitivos fallidos y Estados debilitados, ya sabemos gracias a quién.

Ahí están Honduras, Jamaica y Ecuador —este último con el crecimiento más acelerado de homicidios de la región—, países profundamente impactados por la expansión del crimen organizado transnacional alimentado por el tráfico de armas y capitales desde Estados Unidos; Haití, como la máxima expresión de un Estado desmantelado por décadas de intervención y abandono; México y Brasil, atravesados por economías criminales de escala continental cuya expansión no puede explicarse sin la demanda, el flujo de armas y la arquitectura financiera ilegal del norte global; y El Salvador, donde la “disminución” de la violencia se sostiene sobre la suspensión masiva de derechos, convertida en modelo exportable por algunos políticos perdidos.

Este dato importa porque desmonta una narrativa peligrosa. La violencia no es consecuencia de “demasiados derechos” ni de la necesidad de orden, sino del fracaso histórico de enfoques militarizados sin justicia social, sin control efectivo de armas y sin cooperación internacional real, —no injerencia—, es decir, de no atender las causas que originan la violencia. Ante la ausencia de esa cooperación, el enfoque securitario se impone, normaliza estados de excepción y alimenta campañas políticas basadas en el miedo. Miedo al otro, miedo a los pobres, miedo a los migrantes, miedo a los latinos, miedo a las mujeres.

Por otro lado, el crecimiento regional apenas ronda el 2,4%. La pobreza se reduce de forma parcial, pero la productividad no despega y la desigualdad sigue siendo muy alta. La salida regresiva de la crisis producida por la pandemia del COVID19 fue inducida por un orden económico internacional que volvió a colocar a América Latina en el lugar de siempre: ajuste fiscal, dependencia y subordinación.

Ese divorcio, entre dichas prácticas económicas y la vida cotidiana de la gente erosiona la legitimidad democrática y abre espacio a promesas de “orden” que se sostienen recortando derechos, no redistribuyendo riqueza ni cambiando las relaciones de poder.

Por eso, el giro a la derecha es también el giro de gobiernos que desconfían de sus propias sociedades. No gobiernan desde la legitimidad, sino desde el control. Criminalizan la protesta, atacan a los feminismos, militarizan territorios pobres y perjudican a pueblos indígenas. No es que la sociedad esté despolitizada, es exactamente lo contrario. La derecha autoritaria avanza porque hay una conflictividad social persistente, incluso cuando no logra traducirse en victorias institucionales. ¿O por qué cree que el “Nobel de la Paz” le fue entregado a la intervencionista mayor?

Pese a la presión trumpista, hay gobiernos que ensanchan márgenes, alianzas Sur–Sur que sobreviven y diplomacias que resisten alineamientos totales. Del lado de los pueblos, hay protestas contra el ajuste, resistencias a la militarización, redes feministas de cuidado, comunidades que defienden sus territorios, sus recursos. Esa conflictividad no es un problema sino el límite real del autoritarismo.

El desafío para América Latina no es solo frenar las regresiones democráticas, sino reformar el ejercicio del poder, no únicamente su acceso. Sin derechos humanos efectivos, justicia fiscal, políticas de cuidado y seguridad con derechos, la democracia se vacía. Y sin unidad regional real, la región seguirá negociando en soledad, vulnerable al chantaje de la seguridad, la migración y nuestros recursos —que siempre han sido nuestros—.

La pregunta no es si habrá más tensión, sino si América Latina logrará convertir estas resistencias dispersas en un proyecto político común, capaz de defender su soberanía, de reducir la violencia sin sacrificar derechos y de devolverle a la democracia algo más que la promesa de realizar elecciones. Nuestra América nos necesita juntas, juntos.


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