La entrega del Nobel de la Paz a María Corina Machado fue un mensaje geopolítico contundente. Una señal dirigida hacia el Sur, para reposicionar el tablero hemisférico con la sutileza que ahora parece tener Washington cuando necesita fabricar consenso y enemigos comunes, con la ayuda de ciertos medios de comunicación que funcionan como antenas repetidoras. Un galardón, envuelto en el lenguaje de “transición pacífica”, y un agradecimiento explícito a Trump que expresó en voz alta lo que suele susurrarse en privado.
Lo que más llama la atención es la narrativa cuidadosamente construida alrededor de una supuesta ausencia. De pronto, medios y voceros repitieron la misma pregunta: “¿dónde está María Corina Machado?”, como si fuera un acto de resistencia silenciosa, una mártir en apuros. Esa preocupación fabricada, desplegada justo antes de Oslo, encaja perfectamente con el guión, y en las democracias tuteladas siempre hay alguien dispuesto o dispuesta a producirla. Mientras tanto, el pueblo venezolano carga con las consecuencias de una oposición que se declara en peligro permanente.
Como era de esperarse, el espectáculo tuvo un coro de subordinados: cuatro presidentes latinoamericanos —Milei, Noboa, Peña y Mulino— viajaron a rendir pleitesía, respondiendo al mismo centro de mando. No viajaron por Venezuela ni por la democracia ni mucho menos por el pueblo, viajaron para alinearse con el relato y el jefe que los sostiene en sus puestos. Sus propias políticas internas lo prueban: ajustes, privatizaciones, endeudamiento acelerado, militarización, represión de sus pueblos. Gobiernos que hablan de libertad mientras eliminan derechos y que celebran la “paz” de otros países mientras gestionan el malestar en casa con amenazas, muerte y cárcel.
El Nobel, convertido ya desde hace años en una herramienta de diplomacia moral occidental, funciona como carta de presentación para un proyecto político que no es venezolano, sino transnacional. Es la restauración neoliberal presentada como renovación democrática. La “paz” como obediencia. La “democracia” como retorno de las élites tradicionales. La “libertad” como exigencia de estabilidad para los capitales. América Latina ha visto ese libreto demasiadas veces, pero hay quienes todavía fingen sorpresa.
Ni Machado ni su gente buscan reconciliación ni un acuerdo nacional, sino administrar intereses traducidos en dólares: recursos estratégicos concesionados, soberanía negociada y un pueblo reducido a ser un mero espectador. Cada país en América Latina tiene su versión de esta misma historia; Venezuela sólo ha sido el capítulo más redituable.
América Latina tiene derecho a no seguir siendo reconfigurada desde afuera. La presión sobre Venezuela es parte de un ecosistema político donde las derechas locales operan como engranajes menores de un dispositivo mayor, encargado de disciplinar cualquier proyecto autónomo y soberano de integración regional.
La paz verdadera, la que se construye desde abajo, en las calles, con la gente, no aparece en los teatros europeos ni depende de galardones escandinavos. Esa paz nace de la soberanía de los pueblos y de su capacidad de decidir sin tutelas externas. Por eso, el Nobel decidió no verla, no sin antes prestarse al juego de endiosar a una falsa heroína que encaja mejor en su guión que la paz real que reclaman los pueblos.