El futbol mexicano se ha convertido, sin tapujos, en un torneo que promueve la mediocridad. En la víspera de la última jornada del Apertura 2025, quince de los dieciocho equipos aún conservan posibilidades matemáticas de avanzar, aunque algunos lo hagan más por aritmética que por futbol.
Ese dato, que debería ser una alerta para cualquier liga seria, aquí se celebra como un signo de “competitividad”. Pero no es competitividad, es complacencia: una estructura diseñada para que nadie quede fuera del espectáculo hasta el final, aún cuando su rendimiento haya sido raquítico.
El formato del Play-In —heredado del sistema estadounidense— ha degenerado la esencia del torneo. Ya no basta con jugar bien durante 17 fechas: basta con no ser de los tres peores para aspirar a un boleto a la liguilla hasta el último día.
De ahí que equipos con apenas 17 o 18 puntos todavía sueñen con clasificarse, mientras los líderes, lejos de consolidar su dominio, se ven forzados a rotar y administrar su ventaja para no desgastarse en un sistema que los castiga por ser consistentes.
El Cruz Azul llega a la jornada 17 con 35 puntos, seguido muy de cerca por el Toluca y el América con 34. El liderato, que en cualquier liga del mundo sería un mérito de consistencia, aquí se juega en un sólo partido ante Pumas, que con 18 puntos todavía tiene la osadía de pensar en la liguilla.
En el Estadio Cuauhtémoc —prestado para la ocasión— se cruzarán dos realidades opuestas: un líder que ha hecho su tarea todo el torneo y un equipo que coquetea con el desastre pero que, por obra del formato, aún puede entrar por la puerta trasera.
El sistema de competencia de la Liga MX no castiga la mediocridad, la alimenta. Si Pumas gana y logra meterse al Play-In, no importará que haya sido incapaz de hilar tres triunfos seguidos en el torneo. Si Juárez o Pachuca logran colarse, no se hablará de una remontada heroica, sino de un reglamento tan permisivo que convierte la irregularidad en virtud. En el fondo, lo que se vende como emoción de último minuto no es más que la banalización del mérito deportivo.
El contraste más triste de esta jornada es el León vs. Puebla en el Nou Camp, quizá el partido más intrascendente del calendario. Dos equipos hundidos, sin aspiraciones, sin alma. El León con una plantilla que perdió su identidad y el Puebla condenado al último lugar con apenas nueve puntos. Es un duelo que evidencia el otro extremo del sistema: cuando ya nada importa, se juega por protocolo.
El resultado es un torneo plano, sin consecuencias reales. En la parte alta, los equipos se preparan más para sobrevivir la liguilla que para dominar la fase regular. En la parte media, basta con sumar lo justo para rasguñar el repechaje. Y en el fondo, los peores clubes sobreviven sin miedo, sabiendo que su fracaso no cuesta nada. Así se ha vaciado de sentido la competencia.
Durante décadas, la Liga MX fue capaz de producir campeonatos memorables, con clubes que se ganaban su lugar en la liguilla y otros que descendían con honor o vergüenza, pero con justicia. Hoy, el espectáculo se sostiene en el suspenso artificial de las matemáticas. Y mientras los dirigentes se felicitan por tener una “última jornada vibrante”, la realidad es que lo que vibra es la mediocridad institucionalizada.
El futbol mexicano no necesita más equipos “con vida” hasta el final; necesita más equipos con convicción, con proyectos, con exigencia, empero, mientras el sistema siga premiando la tibieza y dejando impune la mediocridad, seguiremos viendouna liga donde casi todos compiten, pero muy pocos realmente merecen y pueden ganar.