No dio tiempo ni de especular sobre el tono que había elegido la nueva presidenta para su discurso de toma de posesión. Claudia Sheinbaum abrió recordando un episodio muy divisivo de la historia reciente del país: cuando panistas y priistas le quitaron el fuero al entonces jefe de Gobierno Andrés Manuel López Obrador por haber desobedecido la decisión de un juez que le ordenaba detener la construcción de una calle. No fue un inicio reconciliador sino de franca reivindicación. Como lo fue la primera parte de su discurso en la que rindió un convencido homenaje a López Obrador. Si sus opositores esperaban un guiño rupturista, la presidenta los desengañó de entrada, solo para a continuación y con sutileza, despedir al presidente saliente y mandarlo a su finca. Y es que una cosa es que él haya repetido hasta el cansancio en sus mañaneras que dejaba el poder y otra que ella le tome la palabra y se lo agradezca desde la más alta tribuna del país.
Diferencias hubo, pero no las que muchos esperaban. El tono de la nueva presidenta fue firme y su lectura muy rápida: nada de pausas eternas ni tonadas callejeras. Se mostró segura e incluso desafiante. Lanzó, sí, mensajes a sus opositores: los invitó a reflexionar con la cabeza fría sobre la situación del país, pidiendo abandonar las pasiones cegadoras que nos han intoxicado. Citó datos duros respaldados por organismos internacionales invitando a una conversación pública que parta de referencias compartidas. Saludó a la presidenta de la Suprema Corte de Justicia, lo que no hizo el presidente saliente, y fue recibida por una comisión de cortesía que incluía legisladoras de la oposición. Hizo la promesa de garantizar libertades y derechos, llamó “mentiroso” a quien vaticine que encabezará un gobierno autoritario y ofreció certeza a los inversionistas nacionales y extranjeros. En el énfasis de sus propuestas la diferencia también fue palpable: abundaron las referencias al medio ambiente, al reordenamiento de las concesiones del agua y la ambición de convertirnos en potencia científica.
Habrá logrado con esto acallar las dudas sobre su autonomía respecto al presidente saliente. Sospecho que en ese terreno poco cambió. Cada grupo salió fortalecido en sus convicciones previas: los adversarios se quedarán con el traspié de llamar a López Obrador “presidente” cuando ya no lo era y los que pugnan por una continuidad sin fisuras sospecharán que sus programas de energías renovables equivalen a un abandono de Pemex. Tendrá que cargar con eso. Llega después de un presidente como ha habido pocos, creador de un movimiento que lo reconoce aún como su líder indiscutido y donde sus más cercanos vigilan para que no haya desviación de la ortodoxia obradorista. Llega después de años de una retórica polarizante que dejó heridas profundas en grupos minoritarios, pero no por eso menos poderosos. La línea del éxito es muy delgada para la mujer que decidió desmentir lo que les han contado a tantas niñas: que son los hombres los protagonistas de la historia. Claudia se asoma y nos anuncia que se esculpe un lugar estelar en un escenario lleno de expectativas contradictorias. Por lo pronto no nos queda sino tomar nota.