De Santa Teresa al Far West

Ciudad de México /

Santa Teresa existe porque Roberto Bolaño la inventó. Es la ciudad norteña que protagoniza su novela total 2666. No tiene nada que ver con el pueblito de Nuevo México donde hace un mes aterrizó un piloto desconocido cuya gesta encierra el más reciente misterio de la épica fronteriza.

Pero en Santa Teresa es justo donde comenzó un viaje hacia el Far West. Algunas historias de ambos lados de la línea divisoria fueron emergiendo al volante de un recorrido en zigzag por la memoria.

Va el primer recuerdo. Era domingo por la tarde en Nadadores. Una camioneta Lobo tomó el carril contrario al de un tráiler blanco que acababa de salir de la planta de Orica, compañía de Australia que vende explosivos para los principales grupos mineros del norte de México.

El chofer del tráiler pitó, encendió luces y trató de frenar el avance del vehículo, cargado con 22 toneladas de anfo, material hecho con nitrato de amonio capaz de hacer desaparecer, colocado de forma adecuada, un cerro.

Iram estaba viendo sus nogales cuando la pick–up y el camión chocaron frente a él, en el camino —es real, no es irónico— a Buenaventura. El ejidatario de la comunidad de Las Flores se dirigió a ver qué podía hacer por ayudar.

Lo primero que vio fue a los cinco jóvenes de la camioneta, prensados, inertes. Del camión bajó el copiloto, luego lo hizo, de manera tranquila, un hombre maduro y gordo, describen, de aproximadamente 50 años de edad. Era el conductor de un camión que para ese entonces comenzaba a incendiarse de las llantas y algunas partes del chasis.

—Páseme el extintor, pásemelo para apagar el fuego —le dijo Iram al chofer.

—No, no, váyase, no traemos nada, esto va a explotar —respondió, mientras empezaba a apurar el paso y a perderse en el horizonte de la carretera, acompañado de su ayudante.

Durante los 40 minutos siguientes, la escena parecía típica de un accidente vial, aunque el camión abandonado a mitad de la carretera provocaba una humareda y una larga cola de vehículos estancados. Reporteros policiales, paramédicos de la zona, ejidatarios solidarios y conductores fastidiados congregados alrededor.

Entonces vino la explosión. En el hoyo quedó una sandalia, bujías, camisas hechas jirones, la placa de un automóvil, pistones de motor y un prendedor para el cabello color plata. Fuera de él, decenas de personas muertas, un centenar de heridos, 68 vehículos destruidos, varias viviendas derrumbadas. Una tragedia.


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