Las preguntas del público suelen ser la zona más incierta —y por eso mismo la más viva— de cualquier presentación literaria. Al término de nuestra conversación en la Feria Internacional del Libro de Monterrey, Leila Guerriero escuchó cada intervención con esa mezcla suya de atención quirúrgica y paciencia levemente irónica.
Porque La llamada había abierto heridas y resonancias.
La primera pregunta fue directa: “He leído varios libros tuyos —dijo una mujer desde las primeras filas— y he visto el mal dentro de tu obra. Quiero saber qué te ha enseñado el mal a ti y a tu pluma”.
Leila respiró hondo, sonrió apenas. “El mal… no sé —respondió—. Es muy misterioso. Esa idea del mal como encarnación me resulta inquietante. A mí me interesa otra pregunta: ¿en qué momento se tuerce el camino de alguien?, ¿es una elección?, ¿no lo es?, ¿cómo se genera un tipo como Manuel Contreras en Chile, el hombre que organizó la DINA?, ¿cómo se genera alguien como Rafael Videla en la Argentina? Esa pregunta me fascina, pero no tengo una respuesta”.
La cronista contó después que llevaba más de veinticinco o treinta años en psicoanálisis y que no le convencía la idea de que alguien “naciera malo”. Todos, en mayor o menor medida, llevamos una porción de mal adentro, aunque el porcentaje varíe para que no acabemos arrojándonos latas de cerveza o tomates.
Compartió también la referencia de un hombre clave en su manera de entender el infierno. “La persona que más me enseñó sobre esto es ‘Maco’ Somigliana —contó—, abogado del Equipo Argentino de Antropología Forense. Durante mucho tiempo no quería recibir mi entrevista, desconfiaba de mí. Hoy somos muy amigos, pero Maco es quien investiga, quien habla con “el diablo y con el ángel de la guarda”. Para encontrar fosas clandestinas, conversa tanto con familiares de desaparecidos como con ex represores que podrían revelar, sin querer o queriendo, la ubicación de un cuerpo”.
“De todas esas conversaciones, Maco aprendió que no hay buenos y malos. Pero también aprendió algo más difícil de tragar: que no hay malo sin bueno. Una persona puede ser un excelente abuelo y, al mismo tiempo, torturar a alguien con picana en un sótano. Eso fue lo más monstruoso que aprendí: que lo monstruoso no siempre es evidente”.
La sala quedó silenciosa unos segundos. Luego Leila sentenció con honestidad seca: “Para esa pregunta no tengo respuesta. No aprendí nada todavía”.
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La siguiente intervención fue de un hombre que reconoció no haber leído el libro, que habló de la Operación Cóndor, que invocó a Rodolfo Walsh, que se enorgulleció de los exiliados que llegaron a Monterrey, que también arengó contra el fascismo, que cuestionó las elecciones, que hizo comparaciones entre los gobiernos autoritarios actuales y las dictaduras de los setenta... Aunque decía cosas ciertas, más que una pregunta, la participación derivaba en una conferencia eterna; Leila, con cortesía firme, pidió precisar.
El hombre habló entonces de un supuesto “punto intermedio” en la historia de Silvia Labayru.
“Pero eso no es un punto intermedio —atajó Leila—. La historia de Silvia termina donde termina. Yo espero que no haya otras Silvias. Y es peligroso comparar algunos gobiernos autoritarios actuales con el terrorismo de Estado de los años setenta. Espero que lo que usted dice no sea un pronóstico, sino una opinión”.
Luego consideró que las sociedades latinoamericanas han aprendido algunas cosas, como el que una cosa es el autoritarismo y otra cosa, muy distinta, el terrorismo ejercido por el Estado. Así llegó al sistema operativo del Plan Cóndor, a la dictadura de Pinochet, la de Videla y las de los demás sátrapas de nuestra región.
“Un libro tiene que tener un fin. Este termina cuando Silvia tiene 65 años. Silvia por suerte sigue viviendo, sigue viajando, sigue estando bien. Eso no requiere un libro infinito”.
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La intervención final vino de un lector que sí había leído el libro. Agradeció. Comparó el testimonio de Silvia con el de alguien que vuelve del infierno. Habló de resiliencia, de psicópatas, de gobiernos. De la necesidad de cronistas que expongan la basura del poder. Leila escuchó con respeto, aunque rebatió con delicadeza la noción de “ponerse en el lugar del otro”.
“Uno como periodista puede escuchar a quienes estuvieron en el infierno, pero nunca pretende ocupar su lugar. Eso no existe. Los periodistas contamos historias muy diversas: la de una monja, la de una mujer secuestrada, la de alguien que se suicidó y cuyos motivos nunca podremos saber. Ponerse en el lugar del otro no es la intención. La idea es escuchar, escuchar, escuchar, y soportar ese relato sin prejuicios, o con los menos prejuicios posibles”.
Su respuesta fue breve, clara, contundente. No prometió certezas. No explicó más de lo necesario. Y sin embargo dejó una estela: la ética de la escucha como fundamento del oficio.
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¿Cómo narrar el mal sin estetizarlo?, ¿cómo escuchar el infierno sin quedar atrapado en él?, ¿cómo mantener la distancia justa con un personaje al que se quiere comprender sin justificar?
Terminar un libro tiene algo de cerrar una puerta que todavía quiere quedarse entreabierta. Terminar una conversación tiene algo parecido: quedan ecos, dudas, zozobras. La llamada es un libro que no acomoda nada.
O quizá apenas da una certeza: la de que la única manera de acercarse al horror es escucharlo sin pretender entenderlo del todo.