Con poco entusiasmo genuino y un claudicante ánimo cortés fui a un cóctel que organizaba, creo, la Fundación BBVA Bancomer, en el contexto de las actividades del segundo día del reciente Hay Festival de Arequipa. No me sorprendió que al llegar al patio de la vieja casona blanca brotaran discursos grandilocuentes antes que ricas y chismosas conversas grupales, lo cual tampoco alentó mi excursión en ciernes.
Pero de repente, en medio del verbo filantrópico apareció una palabra que resonó y me sacó del letargo: “Chambi”. Ya había oído esa palabra fonéticamente divertida, pero no la había escuchado, ya saben cómo es eso. Puse atención entonces para darme cuenta que el cóctel tenía como motivo inaugurar una exposición de Martín Chambi, uno de los grandes fotógrafos del Perú.
Peor aún a no haber escuchado nunca, o sea haberme aproximado antes a Chambi, hasta ese momento, sobre todo, había desaprovechado también la posibilidad de contemplar su obra, así es que después de los discursos de marras entré a la sala de la exhibición para recorrer con mirada de asombro y devaneo una serie de retratos y paisajes captados en la primera mitad del siglo pasado por este enigmático creador de origen quechua.
Vi así el rostro luminoso de un Quijote vagabundo, vi gente color cobre que olía a naranjas y barro, vi una hermosa foto posada de un pintor pintando al pie de uno de los más de sesenta volcanes arequipeños (el pintor retratado, no es broma mía ni de Chambi) se llamaba Casimiro Cuadros. Vi otra reluciente imagen en la que aparecía al centro un aristócrata peruano, cuyo nombre y apellidos se leían al pie de la foto, aunque no los de sus acompañantes. Pongamos que decía: “Marcos Parra y desconocidos”.
Con el escritor y editor, Felipe Restrepo, quien también hacía el recorrido perplejo, bromeamos al respecto aludiendo una foto casual de sociales que nos habían tomado la noche anterior brindando junto a Carlos Umaña, cuya leyenda al publicarla definitivamente debería ser “Premio Nobel de la Paz y desconocidos”.
No era el drama atómico ni la tensa simetría lo que más me cautivaba de la composición de Chambi, sino el juego serio con el que parecía impregnar cada una de sus fotografías. Ese cierto halo de magia modesta que por momentos me transportaba a la música soñadora o las estéticas acrobacias de “Poetas Campesinos”, uno de mis documentales preferidos, filmado en la sierra mixteca por el generoso maestro de maestros, Nicolás Echavarría.
Por eso, aquella noche tránsfuga salí del evento bancario con el corazón riendo gracias al monumental paseo por la hybris que me había dado uno de los artistas más deslumbrantes del continente, alguien que hizo de la fotografía la continuación de la poesía por otros medios.