Vida y guerra en Chiapas y Sinaloa

Ciudad de México /

No es novedad que Chiapas enfrenta una crisis bastante nebulosa (la propia presidenta Claudia Sheinbaum fue retenida este año de manera directa en plena carretera durante su campaña) ni tampoco que Sinaloa es un territorio en el que los clanes criminales mandan con diáfana claridad (el ex presidente Andrés Manuel López Obrador envió de forma pública todos los mensajes de tregua que pudo a lo largo de su gobierno, comenzando con la liberación de Ovidio Guzmán).

Pese a ello, da la impresión de que el nuevo gobierno federal aún no tiene idea —¿o consenso interno?— sobre la forma en que deben encararse las dramáticas y complejas realidades de estos dos estados del país que, debido a sus características geográficas, sociales e históricas, son los epicentros sur y norte de la violencia mexicana, por más esfuerzo comunicacional que se haga de abrir el espectro crítico a Guanajuato y otras entidades también colapsadas, aunque no gobernadas a nivel estatal por las fuerzas oficiales de la 4T.

El asesinato de uno de los pocos mediadores de la crisis de Chiapas, como lo era el sacerdote indígena Marcelo Pérez, debería ser punto de quiebre para ir al fondo de la espesa capa de violencias acumuladas que vienen desde los noventa con estrategias militares contrainsurgentes que provocaron la aún impune masacre de Acteal y que han mutado en años recientes a un periodo de abierta tolerancia y fomento institucional de la operación y fusión de grupos del narco con organizaciones paramilitares para desplazar, despojar y desaparecer personas y pueblos de las diversas regiones de Chiapas.

En las coordenadas norteñas, la crisis que se padece tiene como detonante la turbia y tonta forma en que las autoridades han reaccionado ante la sofisticada operación hecha por diversas agencias de EU para detener y extraer de Sinaloa a Ismael El Mayo Zambada, que provocó un caudal de inestabilidad iniciado con el magnicidio de otro de los caciques locales, Héctor Melesio Cuén, y se ha prolongado de forma cada vez más preocupante con muchos más asesinatos, desapariciones, reclutamientos forzados, intimidaciones y agresiones directas contra periodistas, activistas y la ciudadanía sinaloense en general.

“Si yo tengo que dar mi vida por defender la vida, estoy dispuesto a eso”, dijo apenas en septiembre pasado el padre Marcelo durante una marcha por la paz organizada por las diócesis de Chiapas. También advirtió algo que habría que atenderse: “Chiapas es una bomba de tiempo. Si no se toman medidas contundentes desde el gobierno y desde los pueblos, creo que Chiapas va a estar esclavizado por el crimen organizado”.

Lo que sucede en Chiapas y Sinaloa es distinto pero es lo mismo: tras la ruptura interna de los principales clanes criminales locales que la gobernaban con una pax narca, Sinaloa ha entrado en una disputa nunca antes vista por el control territorial, mientras que Chiapas está inmersa en una campaña iniciada el sexenio pasado por los cárteles nacionales y grupos políticos locales para invadir y reordenar el territorio chiapaneco, bajo el contexto migratorio y los megaproyectos del sureste.

El EZLN, que desde 2021 advirtió la inminencia de una guerra civil en Chiapas, sufre estos mismos días una serie de ataques en la comunidad 6 de Octubre, hasta donde han llegado los entes armados de la zona —ligados al Partido Verde y al CJNG— a provocarlos con amenazas directas, vuelos de drones, tala de árboles e incluso la construcción de casas en tierras recuperadas por los pueblos zapatistas que se levantaron en armas hace treinta años pero que hoy resisten de manera civil, pacífica y autónoma, aunque se les trate de arrastrar a la barbarie de la democracia mexicana.

Por eso, tanto en Chiapas como en Sinaloa, y muchos otros lugares del país, mientras el gobierno nacional va quedando rebasado por las dinámicas de los feudos estatales, lo que toca a los pueblos es imaginar medidas para defender la vida ante la guerra.

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