El mantra es “libertad de expresión”. Lo repite una y otra vez. Nadie, ni siquiera él, parece saber bien qué es lo que quiere decir.
El 26 de abril, un día después de que se conociera que Twitter aceptaba la oferta de compra de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, el futuro dueño de la red social intentó explicarse, claro, a través de un tuit: “Por ‘libertad de expresión’ sencillamente quiero decir aquello que se ajusta a la ley. Estoy en contra de la censura que va más allá de la ley. Si la gente quiere una menor libertad de expresión, le pedirá al gobierno que apruebe leyes a ese efecto. Por ende, ir más allá de lo que indica la ley supone ir en contra de la voluntad popular”.
Por supuesto, esa no es la definición de libertad de expresión. No lo es siquiera en Estados Unidos, país del que Musk es ciudadano y cuya primera enmienda constitucional garantiza una protección maximalista de este derecho. La letra de la Constitución estadounidense es tajante: “El Congreso no aprobará ninguna ley (...) que limite la libertad de expresión o de prensa”.
La alternativa que presenta Musk, que se legisle limitando la libertad de expresión, constituye en realidad un falso dilema. Está expresamente prohibido por la Constitución. Y, además, la primera enmienda se refiere a la acción del Estado. El gobierno no puede limitar la expresión de sus ciudadanos. Punto. Esto no se extiende a las normas que grupos de ciudadanos o empresas puedan darse a sí mismos, donde encajan perfectamente las reglas que Twitter impone a sus usuarios y que regulan –con no demasiado éxito para ser franco– los discursos de odio, el acoso o la difusión de desinformación.
Resulta preocupante que quien está por sumar lo que él mismo considera “la plaza pública de facto” a su colección personal de juguetes, no entienda estos conceptos. Musk lleva meses quejándose de que Twitter ha fallado a la hora de cumplir con los “principios de libertad de expresión”, pero no es capaz de explicar cuál es el fallo ni qué es lo que hará cuando él coja las riendas.
La cuestión es más grave si pensamos que Twitter, al igual que otras redes sociales, no opera únicamente en Estados Unidos. ¿Qué hacemos con la libertad de expresión en países donde la Constitución no garantiza de forma taxativa este derecho o, directamente, los gobernantes de turno deciden que su voluntad es ley?
¿Qué hará Twiter, por ejemplo, en El Salvador, donde la Asamblea Legislativa, controlada por un presidente cada vez más autoritario, acaba de aprobar una reforma legal que castiga con entre 10 y 15 años de prisión “la reproducción o transmisión de mensajes o comunicados” que presumiblemente hayan sido producidos por las pandillas y “que puedan generar zozobra y pánico en la población”? ¿Qué hacemos con la ley donde esta es contraria a lo que el sentido común y la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU califica como libertad de expresión?
Es habitual que, a menos que estalle un escándalo mayúsculo, los responsables de estas empresas, creadas y establecidas en Estados Unidos, ignoren u opten por ignorar lo que ocurre fuera de esas fronteras o en idiomas distintos al inglés. Sus productos se utilizan en casi todo el mundo, los ingresos generados por usuarios de esos mercados son claves, pero la velocidad, con que ejecutivos reaccionan a los problemas que sus plataformas producen fuera de Estados Unidos es aún menor que la ya de por sí exasperante lentitud con que suele actuar en su propia casa. Hemos podido verlo nítidamente con la avalancha de desinformación relacionada con la pandemia de COVID-19 que aún inunda Twitter y otras redes sociales en Latinoamérica.
Resulta difícil imaginar que esto vaya a cambiar con la empresa en manos de Musk, quien profesa una confusa idea de libertad de expresión y está dispuesto a eliminar cualquier restricción al discurso en la que será pronto su red social.
Pero no es este el único punto en que Musk parece no entender bien qué es lo que está comprando. El futuro dueño del juguete, exitoso tuitero con más de 86 millones de seguidores, piensa que la plataforma es “la plaza pública digital donde se debaten asuntos vitales para el futuro de la humanidad”.
Pero no lo es. En realidad, el uso de Twitter es tremendamente bajo comparado con el de otras redes sociales. Según el Digital 2022 Global Overview Report, Twitter se ubica en el puesto 15 de las plataformas de redes sociales con más usuarios en el mundo. Solo por delante de Reddit y Quora. Eso es verdad también en nuestra parte del globo. En México, aproximadamente el 68% de la población usa Facebook, frente a poco más del 10% que utiliza Twitter. Una plaza pública que solo incluye a 1 de cada 10 ciudadanos en realidad no es plaza sino club de campo.
Según el último Digital News Report del Reuters Institute, incluso entre aquellos que dicen haber utilizado redes sociales para informarse, Twitter está lejos de ser la primera opción de los usuarios latinoamericanos. Frente al 59% que usó Facebook o el 40% de WhatsApp, solo el 15% se informó a través de Twitter. Con estos datos en la mano, se puede decir que, más allá de periodistas y políticos, dos gremios obsesionados con la herramienta, Twitter es, en términos cuantitativos, prácticamente irrelevante para la discusión pública en México y nuestra región.
Pese a ello, debido precisamente al tipo de usuarios que tiene y al uso obsesivo que estos hacen de la plataforma, Twitter sí es en nuestros países la trinchera principal de la guerra política, cultural y propagandística. Una guerra que solo crece en intensidad. Aquí y en buena parte de la región
Es todavía pronto, dada la escasa información que tenemos, para pronosticar qué ocurrirá con Twitter y con nosotros, los adictos al scroll. Sin embargo, dado el historial de troll y tuitero pirómano de Musk, y a su confesión de que no le interesa perder dinero en el esfuerzo, no es descabellado pensar que su estrategia empresarial pase por echar todavía más gasolina. Por el placer de ver todo arder.
Por.
Diego Salazar