Elogio a la impopularidad

Jalisco /
B.

Habitamos la era de la popularidad. No es un asunto estrictamente político, sino social. Queremos ser populares. Queremos muchos “likes” en nuestras redes sociales. Fotografías que muestren la felicidad de nuestras vidas. La reflexión, la tristeza o el sufrimiento no son populares. Como ha escrito el filósofo surcoreano Byung-Chul Han: estamos obligados a ser felices, a sentir placer. Hemos creado una sociedad que huye de cualquier dolor. El hedonismo es el motor de la sociedad contemporánea. Y alerta el mayor intelectual de nuestra época: el dolor es una gran fuerza transformadora. Fingimos querer ser distintos, pero la realidad es que queremos ser iguales. Anhelamos ser populares.

La política no escapa de estas grandes tendencias sociales. Andrés Manuel López Obrador ha hecho de su popularidad el gran legado de gobierno. No tiene resultados. Mire usted: la economía crece menos que con Enrique Peña Nieto; hay más homicidios que con Felipe Calderón; no se ha castigado la corrupción; no vivimos en un país más democrático que en 2018. La Cuarta Transformación está fincada en las encuestas. El pueblo nos quiere y está feliz, decía López Obrador hace unos días en la mañanera. La popularidad como fin y no como medio. La popularidad no como margen de maniobra para transformar la realidad, sino como un monumento intocable.

El presidente suele referirse a Morning Consult, una consultora internacional que mide la popularidad de mandatarios a nivel global, para decir que es el segundo jefe de gobierno más popular. Me llama la atención que, en ese mismo estudio, el líder más popular del planeta es ni más ni menos que Narendra Modi, el 14vo primer ministro de la India independiente. ¿Qué ha hecho Modi? Sencillo: una agenda ultranacionalista, xenófoba contra los cientos de millones de musulmanes que viven en India y marcadamente religiosa. Modi ha utilizado los peores instintos del nacionalismo indio para convertirse en el líder más popular del mundo. Bajo la fórmula obradorista: Modi es el símbolo del buen gobierno.

Llama la atención que líderes que han transformado sus países no son tan populares. Trudeau (Canadá), por ejemplo. Biden (Estados Unidos); Sánchez (España). El propio Winston Churchill fue derribado al no ser considerado un líder para tiempos de paz luego de la Segunda Guerra Mundial. Charles de Gaulle dimitió luego de perder un referéndum de reforma política. Hoy es el hombre más popular de Francia, hay más estatuas de él que de Napoleón.

Quien identifica popularidad con buen gobierno, es un náufrago de la política. Transformar una sociedad supone desgastes. Supone enfrentarse con inercias nocivas. Supone tocar intereses. Supone decirle a la gente muchas veces lo que no quiere escuchar. Los líderes que hoy gozan de gran aceptación son demagogos que optan por agitar la polarización y alejarse de cualquier esbozo de responsabilidad. El resurgimiento del nacionalismo más rancio en Occidente -Polonia, Hungría, Italia, Estados Unidos, Francia- es otra cara de la misma moneda.

La popularidad de López Obrador es fácil de explicar y no es reflejo de transformación alguna. El jefe del estado decidió no tocar aquellos males que le duelen a México. Empecemos. Nada de reforma fiscal. Construir un estado del bienestar, objetivo de la izquierda, sólo se puede erigir sobre la base de que aporten más los que más tienen. Para muestra un botón: Carlos Slim pasó de amasar una fortuna de 65 mil a 100 mil millones de dólares durante el actual sexenio. Ricardo Salinas Pliego, igual. Los multimillonarios de México han sido felices con López Obrador.

La seguridad: ejército, ejército y más ejército. Otra medida popular -hay la sensación de que las fuerzas castrenses son menos corruptas que las civiles-, pero con nulos resultados. Responsable habría sido plantear el retorno de la seguridad pública a manos de los civiles. El problema es que eso no es popular, aunque sería lo responsable.

Corrupción: pan y circo. Hasta consulta hubo para juzgar a los expresidentes. No obstante, la corrupción de la “mafia del poder” ha permanecido intocada. Más allá de eso, cualquier caso de corrupción que afecte a su familia o a su partido político, el presidente desvía la atención hablando de Loret, Aristegui o Ciro. Mientras destruye o intenta destruir el prestigio de periodistas, chiquea al crimen organizado llamándolo “pueblo”. Incluso comenzó una batalla contra el huachicol que le permitió entender que el pueblo mexicano estaba dispuesto a tragarse medidas autoritarias como el desabasto de gasolina. Cinco años después, hay más huachicol y perforaciones ilegales, de acuerdo con los datos de Pemex.

Y que sí es popular: regalar dinero. El presidente utiliza una palabra que me hace hervir la sangre: les vamos a ayudar. Un paternalismo dialéctico impropio de una sociedad democrática. No, señor presidente, no son ayudas; son derechos, consagrados en la constitución -pensiones-, que se pagan con nuestros impuestos.

Yo prefiero la impopularidad que transforma. Un gobernante que me vea como mayorcito y me diga que es imposible financiar las pensiones al 100% sin una reforma fiscal; o que me diga que la desmilitarización de la seguridad pública será larga, pero es la ruta correcta; o que admita que los programas sociales no nos han ayudado a quitarle base social al narcotráfico y que se debe ser más ambicioso en inversión educativa y oportunidades laborales; o que me diga que estamos a años luces de tener un sistema de salud como el danés, pero podemos poner hoy la primera piedra; o que me diga que las fiscalías son un asco y que costará años arreglarlas; o que la corrupción no se combate con voluntarismo, sino con instituciones. O que la gasolina barata puede ser popular, pero es terrible para el medio ambiente y no ayuda a combatir el cambio climático.

En un mundo donde la popularidad parece ser el único discurso político posible, yo opto por el impopular que habla con la verdad. Prefiero la responsabilidad a la demagogia.

Por cierto, mañana a marchar por la democracia y las libertades de México. 


  • Enrique Toussaint
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