Soy uno de los más de 30 millones que confiamos en Andrés Manuel López Obrador en 2018. Ese hecho ha supuesto reclamos, carrilla y hasta un contundente: “háganse cargo de lo que provocaron”. No recuerdo reclamos tan frontales por una decisión política. Nadie culpó a los votantes de Felipe Calderón por el baño de sangre en que convirtió a este país. Nadie culpó a los votantes de Enrique Peña Nieto de ser cómplices de un gobierno que robó hasta la saciedad. Existe entre los no votantes de López Obrador, una especie de superioridad moral para espetar el: “no se podía saber”.
Lo cierto es que el futuro nunca está escrito. En 2003, un carismático líder sindicalista alcanzó el poder en Brasil. “Lula” Da Silva desató el pánico en los mercados. Los editorialistas de aquellos días nos narraban que aparecerían los siete jinetes del apocalipsis. Sin embargo, Lula convirtió a Brasil en una potencia global, respetó la economía de mercado, protegió a las familias más vulnerables y construyó un incipiente estado de bienestar. Las visiones catastróficas no siempre tienen la razón. México es un país con enormes problemas, pero tampoco nos convertimos en la Venezuela de Maduro ni por el tamaño de su economía, ni por su sociedad civil, ni por su sistema político. López Obrador ha sido una gran decepción; no obstante, es difícil comprar eso de que hoy vivimos ya en una dictadura.
Había motivos para dudar. López Obrador se rodeó de una serie de perfiles moderados que usó para venderse como alguien que gobernaría para todos. Aquellos perfiles -Germán Martínez, Alfonso Romo, Tatiana Clouthier, Carlos Urzúa- hoy marcan distancia con el Gobierno. A medida que avanza el sexenio, López Obrador se ha radicalizado. Lo que antes eran ataques disimulados, ahora son órdagos inconfundibles. La operación de acoso contra la Suprema Corte es el golpe final. Como nos recuerda Anne Applebaum: la democracia muere a través del control de dos instituciones, el Poder Judicial y el órgano electoral. Hungría, Polonia, Turquía, Venezuela lograron imponer sistemas autoritarios luego de controlar votos y jueces. López Obrador quiere despedir el sexenio con la cabeza de ambas instituciones: la Corte y el INE.
En este sentido, debemos agradecer al presidente su sinceridad autoritaria. No está mintiendo y está atando el futuro de su legado político al resultado de las urnas. Le pide a su “movimiento” -en donde incluye al partido más corrupto de México, el Verde, y a esa remora llamada Partido del Trabajo- alcanzar las dos terceras partes de la votación en 2024. Quiere tener licencia democrática para destruir la democracia. Seguramente su corcholata favorita, Claudia Sheinbaum, se encargará del resto si asume como presidenta en octubre de 2024.
Como ha sucedido desde al menos 2015, López Obrador ya dibujó la cancha en la que se va a jugar la elección presidencial. O secundan mi voluntad de destruir los frenos y contrapesos que limitan el poder presidencial o están en el supremo bando conservador. El liberal salvaje y destructor frente a los conservadores inmovilistas. George Lakoff sostiene que las campañas modernas se ganan en la construcción de los marcos cognitivos. López Obrador está construyendo el suyo, pero calcula mal.
La maltrecha oposición mexicana tiene una oportunidad de oro. Las clases medias urbanas han demostrado que sí se movilizan frente a la amenaza de la devastación institucional. La protección del voto, la transparencia o la crítica a la militarización ha supuesto una politización sin precedentes de las históricamente apáticas clases medias. Guadalajara es un botón de muestra: el incremento de votación de seccionales de clases medias y altas, en 2021, se movió entre los 7 y los 9 puntos. Hubo una movilización sin precedentes para arrebatar la mayoría calificada en San Lázaro a Morena. Recordemos, porque a veces se nos olvida entre tanta propaganda mañanera, que los partidos de oposición (PAN, PRI, PRD, MC) obtuvieron más votos que los partidos oficialistas (Morena, Verde, PT) en 2021.
López Obrador le está dando a la oposición una razón poderosa. Es cierto que la oposición no tiene candidato. A veces parecen más interesados en sus políticas palaciegas que en el país. También es verdad que han sido incapaces de ofrecer un proyecto alternativo frente al ruido incesante de un gobierno sin resultados. Sin embargo, la defensa de la democracia es en sí misma una razón política que puede dotar de sentido a la narrativa opositora. El órdago de López Obrador parece más el reflejo de un líder débil y golpeado, que sabe que no pudo doblar a la Corte y acude al pueblo para completar su devastación, que una muestra de fuerza de cara al largo año electoral que tenemos por delante.
A veces nos cuesta entender que está en juego porque somos incapaces de ver más allá de nuestro ombligo. La elección mexicana, en el mundo, será interpretada como la pugna entre un proyecto -el obradorista- que se mueve hacia el autoritarismo y otro proyecto -el opositor- que con todas sus deficiencias se niega a claudicar y defiende la democracia. No busquemos purezas en la oposición, sino garantías de la defensa del estado de derecho, las libertades y la democracia. Lo que sí podemos decir es que López Obrador y Morena ya no esconden nada. Nadie se puede llamar a la sorpresa si gana el oficialismo con amplias mayorías en 2024. Sabemos en qué acabará todo.