Al que vota por un verdugo le cortan la cabeza

Ciudad de México /

Abundan en la historia ejemplos de que la democracia como la razón —parafraseando a Francisco Goya— también produce monstruos.

Fueron las y los alemanes los que llevaron, con sus votos, a Adolfo Hitler al poder.

Fueron las y los estadunidenses y las y los argentinos quienes eligieron a Donald Trump y a Javier Milei.

Son las y los israelitas, que lo eligieron, quienes mantienen, a pesar del genocidio que está perpetrando y del repudio universal, a Benjamín Netanyahu en su puesto.

A quienes, movidos por el odio y el miedo —esos instintos primitivos que son dos caras de la misma moneda— votan por sus verdugos, más temprano que tarde terminan cortándoles la cabeza.

Los demagogos de la ultraderecha han ejercido, desgraciadamente, una fuerza de atracción irresistible sobre pueblos hundidos en la desesperación, la frustración y la desesperanza.

Esos que como Milei se proponen, motosierra en mano, destruir a un Estado porque fue incapaz de satisfacer las necesidades más elementales de su pueblo.

Los que, como Trump, hablan de recuperar la grandeza perdida y culpan de esta tragedia nacional a migrantes, a los que se proponen expulsar a toda costa.

Los que predican el odio al que se ve distinto, habla distinto, piensa distinto.

Los milenaristas que hacen profecías apocalípticas.

Esos que se presentan como salvadores de pueblos que, dicen, están al borde de la extinción.

Ese atajo de charlatanes ávidos de poder y sangre brillan en la noche de los pueblos.

De la ignorancia colectiva se nutren.

Por la falta de conciencia de los pueblos crecen.

Por el temor a las amenazas externas —por irreales que estas sean— se mantienen.

Esa fascinación suicida se apodera de las naciones cuando todo ha fallado; cuando la corrupción ha descompuesto por completo al Estado.

Cuando las fuerzas políticas que tuvieron el poder no respondieron con honestidad y eficacia a los anhelos y exigencias de sus pueblos.

Cuando la izquierda, aferrada al poder, esclava de los dogmas tradicionales, se enfrasca en luchas intestinas y pierde el impulso ético que debe guiarla siempre.

La vacuna contra ese mal que devora a los pueblos es la conciencia colectiva.

El antídoto para combatir a esta epidemia, que se apodera en el mundo y que sobre la mentira y gracias a la hipocresía avanza, es el cumplimiento estricto del mandato recibido en las urnas, la cercanía con la gente, la honestidad y la congruencia de las y los gobernantes.


  • Epigmenio Ibarra
  • Periodista y productor. Fundador de la prodcutora Argos. Corresponsal de guerra entre 1980 y 1990 / Escribe todos los miércoles su columna "Itinerarios"
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