Ernesto Zedillo no se enfrentó, públicamente, con la Suprema Corte de Justicia de la Nación; simplemente dio un manotazo en la mesa y avalado por el PRI y el PAN, jubiló a todos los ministros, reformó 20 artículos constitucionales y se la quitó de encima.
Muy pocos se atrevieron, entonces, a hablar en el Congreso y en los medios de comunicación masiva, de un golpe de Estado, de un atentado contra la democracia. Unos cuantos guardaron silencio; la mayoría avaló la medida. Nadie cuestionó ni los tiempos ni las formas del proceso legislativo.
Aunque hay quien sostiene que Zedillo disolvió la Corte porque no quería gobernar sometido a los designios de ministros que obedecían a Carlos Salinas de Gortari, lo cierto es que, el neoliberalismo, necesitaba para poder consolidarse, una Suprema Corte a modo.
“Más que un modelo económico, el neoliberalismo, es un nuevo orden normativo que se convirtió, por más de tres décadas, en la racionalidad dominante” afirma en El pueblo sin atributos la filósofa y politóloga norteamericana Wendy Brown quien concluye, además, que este modelo “ataca los principios, las prácticas, los sujetos y las instituciones de la democracia entendida como el gobierno del pueblo”.
Neoliberalismo y democracia son, en esencia, términos antagónicos. El uno termina derrotando a la otra; no pueden coexistir. Esa confrontación radical, entre quienes apuestan por la consolidación de la democracia y quienes pretenden restaurar el viejo régimen autoritario y neoliberal, es lo que vivimos hoy en México. La Corte y las y los ministros, por más que se pretendan imparciales, no son ajenos a la misma.
A la derecha conservadora le urge frenar a Andrés Manuel López Obrador, sus ya de por sí reducidas posibilidades de victoria en 2024 parecen depender de eso.
Como no cuentan con el Ejército ni con la fuerza del pueblo le quedan, para lograrlo, los jueces, los magistrados, los ministros a quienes más que su hechura —que en buena medida lo son— consideran sus servidores incondicionales.
La Corte dice López Obrador y ponen los conservadores el grito en el cielo; “está podrida y sirve a intereses facciosos”. Las y los mexicanos sabemos porque lo hemos sufrido en carne propia, en este país donde la impunidad es la norma y la justicia tiene precio, que no le falta razón.
¿Cómo podría ser y actuar de otra manera una institución, como la Suprema Corte, nacida de un manotazo anti-democrático, concebida por una de las figuras más representativas del neoliberalismo en México, creada para facilitar la operación de un régimen autoritario que, decidido a poner en remate lo que quedaba de los bienes de la Nación, no quería obstáculos ni contrapesos de ningún tipo?
¿Cómo podría ser y actuar de otra manera una Corte que fue tan solo la oficialía de partes de la presidencia de la República y que operaba como una oficina a cargo de los intereses judiciales de los poderes fácticos?
Atrás quedaron tanto la odiosa corrección política como los manotazos autoritarios que esos mismos panistas, que hoy hablan de “contrapesos” y dicen “defender la democracia”, avalaron.
Nunca, como hoy, las y los ministros habían podido ufanarse de tener “la arrogancia de sentirse libres”. La división de poderes es, por primera vez, realidad en este país; la Corte para al Presidente y no al revés.
Soplan vientos de libertad y ha de ser con los votos de la mayoría —ese es el Plan C; una apuesta por la democracia— que habrá de llevarse a cabo, más temprano que tarde y si el pueblo así lo decide, la reforma del Poder Judicial.