Transformación, medios y poder

Ciudad de México /
El titular del Ejecutivo federal junto a simpatizantes de su movimiento en el Zócalo capitalino. Javier Ríos

La suerte está echada; se acabó la agitación política que sacó a las plazas y calles del país a centenares de miles de personas. No más discursos ni recorridos de la y los aspirantes a coordinar los comités de defensa de la cuarta transformación. Les toca ahora “velar sus armas” en capilla. Y como “hay cosas que para hacerse —decía José Martí— en silencio han tenido que ser”, comparto con ustedes, en tanto se conocen los resultados de las encuestas, esta reflexión sobre la cuarta transformación, los medios de comunicación y la disputa por el poder. 

Vivimos, a mi juicio, una revolución única en la historia, pese a que la derecha conservadora y sus voceros presentan, al de Andrés Manuel López Obrador, solo como un “gobierno más” y pese, también, a que a las y los militantes del movimiento, protagonistas de esta epopeya, les cuesta a veces reconocer este hecho y reivindicarla como tal.   

Pero no se trata solo de una revolución inédita. Es, además, la revolución posible; la revolución deseable porque es radical, pero es pacífica y democrática. Inmoral e irracional hubiera sido intentar la vía armada para desplazar del poder al viejo régimen a pesar de que este era uno de los más represivos, corruptos y longevos de la historia moderna. Este país no aguantaba que se derramara, así hubiera sido en nombre de la libertad y la justicia, una gota de sangre más.

Una vanguardia revolucionaria ilustrada y decidida —que suele terminar distanciándose del pueblo al que dice defender— y un puñado de valientes han bastado, en muchos países, para tomar el poder con las armas en la mano. Vencer en las urnas, como sucedió en México, exigió en cambio la acción organizada de millones de mujeres y hombres valientes.   

Fue el pueblo, cuya diversidad cultural, religiosa, ideológica y social es preciso reconocer, el que llevó a López Obrador a la Presidencia. Fue una mayoría ciudadana la que decidió que era necesaria esta revolución en la que, a diferencia de otras, cabemos todas y todos. No hay dogma que valga; la amplitud y la libertad no solo distinguen a la cuarta transformación, la hacen posible.  

Aquí, hoy, con el adversario se convive y pese a su voluntad de destruir, de frenar la transformación valiéndose de todo tipo de recursos —desde los amparos hasta la violencia, pasando por el cohecho y la mentira— no se le considera un enemigo al que es preciso eliminar y todos sus derechos se respetan.   

En contraste con las revoluciones que, para sobrevivir, desaparecen a la prensa opositora, reprimen a los adversarios políticos, forman un partido único con disciplina militar, eluden la confrontación democrática, inhiben la iniciativa individual y se aferran al poder, la cuarta transformación es amplia y diversa, se produce en libertad y se juega la vida en las urnas.  

Aunque los medios de comunicación convencionales, cuya función histórica ha sido reproducir la ideología de la clase dominante, se han alineado para atacar masiva y constantemente a la cuarta transformación, aquí a nadie se censura, a nadie se compra, a nadie se presiona. La prensa, lo repite constantemente Andrés Manuel López Obrador, se regula con la prensa. Nunca habíamos tenido, y esto beneficia incluso a los mercenarios de la información, tanta libertad de expresión en México.   

El poder público liberado del sometimiento al poder económico y mediático no desvía el dinero del erario para comprar el favor de medios, comunicadores y periodistas. Tampoco cede ante sus intentos de extorsión. Atrás ha quedado esa odiosa corrección política que hacía al gobernante callar en público ante lo que consideraba, con razón o sin ella, agravios de los medios y ordenar, en privado, actuar contra ellos. Hoy el Presidente no renuncia a su derecho de réplica ni elude la obligación de rendir cuentas e informar al pueblo y de hacerlo todos los días.

En esta revolución donde —a diferencia de otras— se convive con quienes han monopolizado la voz pública, la disputa —aunque sea desigual y asimétrica— con los medios de comunicación es parte de la disputa por el poder. Criminal y suicida sería eludir, con el pretexto de “evitar la polarización” o la ilusión de “avanzar hacia la reconciliación”, la confrontación pública y abierta con los medios cuando estos distorsionan los hechos e intentan manipular al pueblo.

El más pesado lastre para la democracia en nuestro país fue, durante décadas, el perverso amasiato entre medios y poder que aseguraba la continuidad del viejo régimen. Comenzaron los primeros poniéndose al servicio del Estado; terminó el Estado como rehén, como súbdito más bien, de los medios. Hoy esas ataduras se han roto sin imponer, como suele suceder en otros procesos, otro tipo de yugo.

En libertad que, como dice Miguel Hernández, hace que “nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada”, se produce esta transformación que no teme la confrontación de las ideas, sino que a ella se debe, de ella se nutre, por ella avanza.


  • Epigmenio Ibarra
  • Periodista y productor. Fundador de la prodcutora Argos. Corresponsal de guerra entre 1980 y 1990 / Escribe todos los miércoles su columna "Itinerarios"
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