“La democracia no es una forma institucional, es ante todo la política misma”
Jacques Rancière
En un país polarizado y desigual, cada cual vota por quien le corresponde a sus circunstancias. La minoría olvida al pueblo y éste, furioso con ellos, elige un representante opuesto en ideología. Entonces, “la inteligencia nacional” busca un sufragio que, efectivamente, se lleva a cabo con la elección.
El inconveniente de la furia y el odio deriva en volverse algo que define a cualquier carácter; sin embargo, siempre hay cosas mejores por qué vivir y caracterizarse. Uno importa poco, otros deberían preocupar, los que no tienen nombre, que nadie considera que existan.
Algunos intelectuales se disfrazan de héroes, justicieros, vengadores, libertadores, pero son lo que son e impiden que sus semejantes tengan el mismo éxito que ellos u obtengan la fama que anhelan. No, ningún discurso arbitrario, pero ataviado con manierismo, impresiona ya.
Comprender una victoria resulta un asunto de obviedades, ningún demagogo podría explicarlo mejor que eso que representa en sí misma. Nombrarse demócrata, liberal, izquierdista, conservador, resulta hoy mero formalismo.
En esencia, los partidos políticos dejaron de existir para forjarse alianzas —varias siniestras— cuya ideología e intereses comparecen ante el Estado: ninguno atiende principios, obedecen intereses. No porque escriban los analistas sobre algo lo comprenden; de hecho, es inútil cuando adoctrinan a mentirosos muy elocuentes. El mal está en divagar, escribió Rancière, y sí: “Ve entonces por tu camino”.