Decir adiós

  • Neteando con Fernanda
  • Fernanda de la Torre

México /

La semana pasada, después de haber luchado cómo un auténtico guerrero durante un mes contra una neumonía, mi padre falleció en el hospital de Nutrición en CdMx. Su gran fortaleza y espíritu de lucha sorprendió a los médicos, a nosotros no. Quienes lo conocíamos, sabíamos que un tesonero como él no se rendiría fácilmente. De todas las lecciones que aprendió en su vida, rendirse es una palabra que NO llegó a conocer. Esa fortaleza es su legado. Las adversidades de la vida lo “zarandearon” o lo entristecieron, eso sí, pero nunca lo tumbaron.

Nació en CdMx en 1935, pero siempre le gustó creer que era oriundo de San Miguel el Alto, Jalisco. Mis abuelos, Francisco de la Torre y María Elena Aguilar, pensando, quizá, que necesitaría varios santos para cuidar a ese bebé tan inquieto lo bautizaron como Javier Ramón Antonio. Fue el quinto de siete hermanos y como bien dice el refrán —a los que mi papá siempre fue tan adepto— “no hay quinto malo”.

Creció durante la Segunda Guerra Mundial. Nos hablaba de las portadas de la revista LIFE de esa época como si las hubiera visto ayer. Suponemos que de ahí surgió su afición (que lo acompañaría durante toda su vida) por la historia de ese periodo, la que, por cierto, dio lugar a más de una discusión acalorada con quien osaba contradecirlo.

De niño fue muy travieso. Una tarde, tras alguna de sus pillerías y sabiendo que lo iban a regañar, decidió esconderse en una alacena y ahí se quedó dormido. Mi pobre abuela lo buscó desesperadamente durante horas, pensando que se había ido de casa, hasta que despertó el angelito y salió de su escondite. Mis tías se quejan de que le quitó las ruedas a sus patines para hacer avalanchas y muchas travesuras más que hoy nos hacen reír, pero que en su momento le sacaron canas verdes a mis abuelos.

Ágil desde niño, sobresalió en los deportes. El béisbol, fue su gran pasión, a pesar de que un pelotazo casi le costó la pérdida de la visión. Fan de los Yankees, Yogi Berra fue su favorito, y en su momento el Toro Valenzuela. Adoraba el sol, el mar y el esquí acuático. Fue un gran bailarín y ameno conversador. Sus amigos lo llamaban Pelón, apodo que le puso Guillermina, su fiel compañera y cómplice durante más de 30 años a quien todos los sábados le dijo: “Solo por esta ocasión, escoge tú la película”.

Si bien no nos sorprendió su tesón y a pesar de estar conscientes de su gravedad y de que su partida era inminente, el dolor fue más grande de lo que esperábamos. No importa que entiendas la gravedad de las cosas y el que hayamos visto cómo poco a poco su estado desmejoraba, nunca estamos preparados para la pérdida de un ser querido. En el fondo no se pierde la fe, ni se deja de esperar un milagro.

Otra gran lección que recibí es lo reconfortante que es sentir a los amigos y familiares cerca, ya sea por teléfono, chat o redes sociales, estas difíciles semanas. Desde que enfermó mucha gente nos contactó para contarnos anécdotas que no conocíamos de su buen corazón. Durante el velorio se acercaron amigos de mi papá para hablarnos de su caballerosidad y bondad que lo hacían acreedor del amor de todos. Todas esas muestras de cariño, que agradezco infinitamente, hacen que el dolor sea más soportable.

Dicen que el tiempo aliviará el dolor de su partida, supongo que así será. Mientras nos vemos otra vez, tus hijos, Fernanda, Chema y Gina; Sandra, tu nuera; tus hijastros, René, Andrés, Mariana, Mayte Jessica y Carlos; tus nietos Carlos Ignacio, Sofía, Santiago, Einar, Viviana y Constanza, Nicolás, Marianita, Juan, René, Miranda, Natalia y Renata y tu adorada Guillermina, junto con Mauricio, Magda, Jetsa y Patricia, agradecemos tu cariño y te mantendremos en nuestro corazón siempre. Como solías decir, citando a Berra: “Esto no se acaba, hasta que se acaba”.

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