La cámara se desplaza a ras de suelo, despacio, mirando el cielo atravesado por árboles que parecen conversar entre sí junto con las aves, cuyas plumas aparecen entre la hierba. Encuadres generales con alguna montaña imponente que capturan a un hombre (Hitoshi Omika, impenetrable) en lo que parece ser su rutina: ir por agua al riachuelo junto con un amigo, cortar leña, fumar un cigarro y encontrarse con su hija de ocho años que se pasea por los senderos, después de llegar tarde por ella a la escuela. Una foto en su cabaña lo muestra junto a una mujer y la pequeña: presumiblemente enviudó. Al fondo del bosque se escuchan disparos, quizá de cazadores de ciervos, animales que acaban convertidos en la alegoría del relato.
En esta cotidianidad llega una propuesta de instalar un glamping -campismo descafeinado- en el lugar: los jóvenes enviados por la empresa explican el proyecto ante la comunidad, pero incluso ellos mismos se dan cuenta, después de escuchar a los lugareños, que tiene muchas fallas y riesgos que afectarían el equilibrio ecológico. Al regresar con su jefe y supervisor, les dicen que insistan porque los subsidios vencen y que le ofrezcan el puesto de cuidador al protagonista, si bien el mismo promotor, buscando darle un giro a su vida, decide él mismo aprender y convertirse en el guardián del bosque, pero la comprensión de las lógicas del entorno es complejo, sobre todo para un citadino.
Tras La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021) y su premiada Drive My Car (2021), el realizador Hyperlink (The Depths, 2010) dirige con influencia de Godard, según él mismo lo ha declarado, El mal no existe (Japón, 2023), pausada mirada a la vida de una pequeña comunidad entre la escuela, el restaurante de udon y las casas insertas en un bosque con espacios de abrumadora belleza, acompañados del acuciante y al mismo tiempo melancólico score de la compositora Eiko Ishibashi, también colaboradora del guion: ahí es a donde llega la irrupción del proyecto turístico que poco entiende de esta vida lejos del bullicio y el ritmo citadino que dada su cercanía, amenaza con hacerse presente.
Con un desenlace al tiempo esperado y en cierto sentido desconcertante, vamos conociendo a distintos miembros del lugar, sobre todo en la muy tensa junta explicativa del proyecto, y la manera en la que se relacionan con su entorno y entre sí, que contrasta con lo visto en As Bestas (Sorogoyen, 2022), además de atestiguar la manera en la que los jóvenes que llegaron para presentar la idea, según ellos de desarrollo y beneficio mutuo, van transformando su propia perspectiva no sólo del sitio, sino incluso del sentido de su propia vida, en particular cuando experimentan la vida en la comunidad, partiendo leña o comiendo en el restaurante local, a pesar de que su primer encuentro fue desastroso.
Conocemos al apacible líder del pueblo, que explica con lógica sencilla cómo el agua se puede contaminar por la insuficiencia y mala colocación de la fosa séptica; a la mujer llegada de Tokyo que puso su restaurante con el amigo del protagonista, también muy cuestionador; al joven impulsivo que encara fuertemente a los promotores del proyecto y a otra residente que se preocupa por las fogatas que pudieran hacer los visitantes: todos somos migrantes de alguna otra parte, se escucha decir, como clarificando que el respeto por el ecosistema ha sido la constante.
La dirección de actores y actrices no profesionales resulta clave para darle el toque de naturalidad al desarrollo de los acontecimientos, siempre envueltos en una quietud significativa, capturada por la propuesta visual de Yoshio Kitagawa que se mantiene capturando encuadres generales para de pronto desplazarse y sumergirnos en la belleza natural de las locaciones de las montañas de Nagano, aprovechando la luz que las superficies ofrecen, y cuando se trata de las conversaciones o los interiores, asume una posición de simple testigo, sin vuelcos ni movimientos más allá de los necesarios. Cuando la pantalla se vuelve negra, los suspiros de angustia terminan por ser indicativos.
Disponible en MUBI.