Las relaciones entre padres e hijos atravesadas por las expectativas incumplidas, los desacuerdos que se profundizan y la distancia física y emocional que parece insondable: actitudes que reflejan un autoritarismo creciente de un lado, y un alejamiento paulatino, del otro. Se transita de la admiración infantil a la decepción adulta, de la realización de actividades juntos y de compartir intereses, al desconocimiento de cómo se siente el otro y cuáles son las dificultades por las que está atravesando. Un vínculo que se mantiene fuerte hasta que se va desmoronando conforme pasa el tiempo, mientras sucede la vida.
A mediados de la década de los ochenta en una convulsa y peligrosa ciudad de Nueva York, un niño de nueve años (Ivan Morris Howe) sale de su casa para ir a la escuela y desaparece en el camino. Sus padres, un matrimonio en ruinas, se angustian, culpabilizan y pasan los peores momentos de sus vidas: él es un creativo e insufrible diseñador de títeres que participa en un famoso programa televisivo, mientras que ella es una maestra que mantiene una relación extramarital con un joven que trabaja en un grupo de apoyo para los sin techo, quienes han construido su hábitat debajo de la ciudad, entre túneles y tuberías.
A través de 6 episodios, la miniserie Eric (RU-EU, 2024), escrita por la especialista en dramas históricos y familiares Abi Morgan (guiones de The Split, 2018-2022; Sufragistas, 2015; La mujer invisible, 2013; The Hour, 2011-2012; Shame, 2011), parte de una estructura apoyada en el thriller para extender sus ramificaciones hacia diversos rumbos como el apunte social, el toque detectivesco, los conflictos en las relaciones paterno-filiales y de pareja, el señalamiento a las redes de trata infantil y la crítica a la discriminación por el color de piel o las preferencias sexuales, así como el retrato de una ciudad atrapada por la corrupción y la desigualdad entre políticos de dudosa reputación, retratada en justos tonos grises y apagados verdes.
El proceso de búsqueda se prolonga y diversas situaciones se van develando, así como la información que puedan ir aportando diversos personajes, desde el viejo conserje del edificio hasta el dueño recién salido de prisión de un bar en el que confluyen crímenes y secretos, pasando por el compañero del titiritero en el programa televisivo, delincuentes de poca monta, policías y trabajadores del ayuntamiento coludidos, alguna colega solidaria y la madre afroamericana de un joven también desaparecido, que el sistema prefiere colocarlo en el olvido de la justicia: en general se consigue entretejer todos los hilos tanto de los involucrados como de situaciones en torno al caso principal.
La serie se apoya en una notable interpretación de Benedict Cumberbatch, cuyo personaje pasa de titiritero a convertirse en la marioneta de su propia creación, una botarga de monstruo que lo regaña, acompaña y motiva desde la imaginación de su mente en proceso incremental de adicción, ideada en un principio por su hijo y ahora utilizada como medio para hacer que vuelva a casa; en el papel de la madre, Gaby Hoffmann apoya con sus creíbles y constante estado de angustia y McKinley Belcher iii hace su trabajo como el detective a cargo, luchando contra el podrido sistema y frente a los prejuicios por su relación con un hombre enfermo de Sida, enfermedad que se hacía presente con furia desconocida.
El detallado trabajo de ambientación –con locaciones en Budapest– y la funcional edición contribuyen al desarrollo de los eventos y principales personajes, además de los que aparecen de manera breve pero que resultan significativos para la trama emocional y el sustento explicativo de sus comportamientos, como el padre (John Doman) y la madre (Phoebe Nicholls) del protagonista, adinerada pero distante pareja, tanto del hijo como entre sí, que reflejan también a ese contrastante sector de la sociedad neoyorkina en relación con la situación imperante de la gente que sobrevive en la calle. Una miniserie de lecturas variadas que pone el foco en la compleja relación entre padres e hijos y la dificultad de sobrevivir al monstruoso titiritero que llevamos dentro.