Secuestros: entre la venganza y la justicia salvífica

León /

Un par de películas con diferente orientación y enclavadas en géneros varios, coinciden en el suceso central que desencadena todo su desarrollo argumental y discursivo: el secuestro de una persona cuya identidad no está del todo confirmada con el propósito ya sea de tomar revancha por los males provocados en el pasado, ejercer la justicia por propia mano o ya de plano librar al planeta de su posible devastación. Del humor absurdista al thriller y de ahí al apunte social y político, ambos filmes reflejan con claridad los estilos de sus respectivos directores.

Contra la opresión del estado

Jafar Panahi, uno de los puntales de la nueva ola iraní y discípulo de Abbas Kiarostami (ahí está el corto Où en êtes-vous Jafar Panahi? [2016]), ha construido un poderoso discurso fílmico de vertiente crítica frente al estado teocrático de su país que no ha dejado de perseguirlo desde que realizó El círculo (2000), acerca de las condiciones de tres mujeres prisioneras y las injusticias que padecen ellas y muchas otras, como se aprecia en Dayereh (2000) y, en particular en el caso de la prohibición de ir al fútbol, entre varias más, como lo planteó en la emotiva Offside (2006). En el 2010 fue sentenciado a seis años de prisión y a 20 sin poder realizar obras cinematográficas: no obstante, en este periodo produjo con imaginación clandestina en clave metafílmica las imprescindibles No es una película (2011), Closed Curtain (2013), Taxi Teherán (2015) y Tres rostros (2018), nuevamente retomando la perspectiva feminista a partir de la mirada de tres actrices de distintas generaciones.

Tras algunos cortos y segmentos, dirigió No hay osos (2022), en la que se presenta cómo el poder y la superstición se entrometen hasta en las relaciones amorosas y se vio nuevamente asediado por la justicia al tratar de apoyar a colegas encarcelados. Ahora, sin quitar el dedo de la cámara, realizó en secreto Fue sólo un accidente (Irán-Francia-Luxemburgo-EU, 2025), ganadora de la Palma de oro en Cannes y en la que a partir de un suceso imprevisto -un automóvil en el que viajaban un matrimonio y su hija atropella a un perro- se desencadena una historia atravesada por un dilema moral medular: vengar los abusos cometidos por un representante del estado, incluso sin estar seguro que se trata de él, o seguir adelante y liberar al supuesto victimario que tanto dolor causó.

Al reconocer al hombre que manejaba el coche cuando fue a pedir ayuda por el sonido de su pierna protésica, un trabajador decide secuestrarlo y ejercer represalias por las torturas recibidas tras una manifestación laboral; al dudar de su identidad, recurre a un viejo amigo quien lo intenta disuadir de sus intenciones pero le da el nombre de una fotógrafa que lo puede ayudar a reconocerlo; al acudir con ella, un matrimonio que estaba siendo fotografiado se suma a la gesta vengadora y otro hombre, quien también fue víctima, se integra al grupo que discute acerca del destino e identidad del prisionero: una vez más el diseño de personajes se ancla en un realismo que nos interpela, como en el caso del protagonista (Vahid Mobasseri, auténtico), atravesando todo un arco emocional de manera creíble, del odio a la confusión, de la sed de venganza a la solidaridad y del dolor al perdón.

Combinando con organicidad el humor negro, el thriller y la denuncia política, Panahi vuelve a sus gustadas escenas dentro de los automóviles como ese espacio cerrado en el que la conversación y el intercambio de ideas pareciera estar contenido y a salvo de las sospechas del gobierno omnipresente. Su capacidad para la dirección de infantes, como en Ayneh (1997) y El globo blanco (1995), su primer largo con guion justamente del maestro Kiarostami, vuelve a mostrarse aquí con la hija del secuestrado, mientras algunas mujeres aparecen sin la yihad, en contraste con la esposa del hombre atrapado por este inesperado grupo de ciudadanos vejados por un régimen autoritario y criminal, y que deben decidir si serán diferentes a sus anteriores captores.

A partir de la cámara fija, como si no pudiera ni parpadear ante el encuadre establecido y manejando el fuera de cuadro con atinado énfasis narrativo, el director de Crimson Gold (1997), con un protagonista en similar tesitura que el de este relato, se posa de frente ante las deliberaciones sobre qué hacer con el hombre secuestrado en la inmensidad lejana del desierto y ante su discurso mientras está atado a un árbol, en intensa secuencia definitoria. El escalofriante desenlace, sin mediar palabra o agresión alguna y con mínimo de recursos en consonancia con el resto de la puesta en escena, confirma que el poder y el abuso del estado van a estar acechando, incluso cuando menos lo esperas.

Contra la opresión del cosmos

Un empleado convence a su primo de secuestrar a la mandamás de la organización donde trabaja debido a que él está convencido de que se trata de una alienígena que está experimentando con los terrícolas. Es la premisa base de Bugonia (EU, 2025), en la que el director griego Yorgos Lanthimos le entra a la lógica del remake y adapta el filme surcoreano Save the Green Planet! (Jang Joon-hwan, 2003), cambiando ciertos detalles como el personaje que acompaña al protagonista conspiranoico —un primo en lugar de la novia— y el sexo del personaje del secuestrado —del empresario farmacéutico a la CEO de formas amablemente distantes—, así como ciertos antecedentes del secuestrador y su vínculo con el policía que merodea el rumbo, entre otros.

El duelo actoral entre Emma Stone y Jesse Plemons le imprime vivacidad al relato, sobre todo en los momentos donde entablan discusiones acerca de la importancia de las abejas, la verdadera identidad de ella, los motivos de él y el posible colapso planetario, además de los intentos de manipulación o autoconvencimiento, incluyendo los tipos de argumentación que justifican las acciones; contribuye también la interpretación de Aidan Delbis como el cómplice convencido a fuerza, intervención quirúrgica incluida para eliminar el deseo sexual, y la breve aparición de Alicia Silverstone en el papel de la madre del desquiciado conspiranoico, obsesivo en su planeación con corte de pelo y vaselina untada en la secuestrada para evitar el contacto desde Andrómeda..

Con un score premeditadamente exagerado de estruendosa tragedia, la fotografía contribuye a establecer el juego entre los planos cerrados —los rostros, ciertos objetos— con esas imágenes del hogar entre el bosque vuelto casa de seguridad, así como el uso enfático de los colores, incluyendo el blanco y negro, según el espacio en el que se desarrollan los sucesos, así como las atmósferas de caos en contraste con las obsesivamente organizadas. Para darle mayor consistencia al epílogo, pudo haber iniciado el filme con esas mismas secuencias en un momento previo al desarrollo de la trama argumental; de otra forma, queda la sensación de quedar como un sello sobrepuesto.


  • Fernando Cuevas
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