Uno no halla con cuál imagen se queda de este año que agoniza, como ningún otro, con un ánimo de abatimiento cuando no de desasosiego. Esa sensación, descorazonada, del sobreviviente. De quien repara, asombrado, un tiempo confuso de múltiples estampas insólitas y de las que pocos pueden decir que estaban preparados para afrontarlas, sino es que ninguno. A mí me queda el encierro en casa, el ventanal donde se miraba pasar la vida de los otros, los vecinos, confinados, enclaustrados. Queda la mirada atribulada de la octogenaria Miroslava que solía asomarse hacia la calle al filo de las ocho de la noche antes que, supongo, algún familiar se la llevara consigo y dejara sellada tras de sí esa ventana por donde cruzábamos nuestras miradas, puntuales, temerosas, algunos segundos. Queda la imagen angustiosa de los intubados, decenas, cientos en los hospitales hacinados de mi ciudad. Queda el reportaje de MILENIO sobre lo que vivieron en sus últimos días completamente aislados, aferrados al tanque de oxígeno preguntando al personal médico si lograrían salir de ese trance asfixiante, si de algún modo volverían a ver a sus seres queridos, despedirse, abrazarlos.
Queda esa sensación de impotencia cuando no de tibieza ante mis pares que padecieron del covid. Queda, al cierre de esta semana, ese acumulado de muertos en este país: 121 mil 172. Y esta cifra es, lo pienso, la imagen más cruda, descarnada que perdurará de este gobierno y este annus horribilis. Estos muertos que se volvieron datos, números, que se fueron multiplicando por día hasta lograr en nosotros una normalidad que asusta, avergüenza por la indolencia con la que las miramos, las justificamos, la desdeñamos. Estas cifras, este dato acumulado que, finalmente por separado o en conjunto, dibujan una única imagen: la negligencia.
Lo escribió Emmanuel Lévinas, “en cualquier muerte se acusa la cercanía del prójimo, la responsabilidad del superviviente”. Y uno no deja de cuestionarse si esa responsabilidad se debió por no haber sabido impedir aquellas muertes o por mínimo haber acompañado, arropado, a quien se iba a morir. O quizá por no haber reparado siquiera en que estaban ahí y no haberles ofrecido, entonces, la atención que merecían. Lo pienso en nombre propio, pero igual como gobierno, como país. Lo inaceptable es que eso que fue la vida para el otro no sea o no haya representado nada o casi nada para los que sobrevivimos. Esto, lo sigo pensando en nombre propio, mi gobierno, mi país.
Pero igual me quedan esas otras imágenes, lacerantes, de este año que expira. Me queda el lisonjero saludo de mano de nuestro Presidente a la madre de Joaquín El Chapo Guzmán, su visita a Washington y su aplauso obsequioso hacia su homólogo Donald Trump. Y me queda esa otra imagen, perturbadora, del funeral de Aristóteles Sandoval, el ex gobernador de Jalisco abatido por la espalda en un bar en Puerto Vallarta. Esa imagen, casi surrealista, del ataúd flanqueado por agentes de seguridad con mascarillas y casos protectores. Esas imágenes del comando de sicarios rematando al ex gobernador en una calle tomada por asalto. Una visión aterradora de una ciudad sin ley ni protección. Esa terrible sensación de vulnerabilidad. El fracaso de un país. El Estado fallido.
Se termina 2020: la vida sin miedo resultó inconcebible. 2021 ha de ser bueno, de alguna forma, para todos. Hagámoslo posible. Quedemos. Nos vemos para entonces. En su segundo sábado.
@fdelcollado