El ascenso meteórico de Éric Zemmour como posible candidato a la presidencia puede poner a los franceses, dentro de poco, ante la curiosa disyuntiva de elegir entre dos formas de la anti-política: la versión tecnocrática y cosmopolita de Emmanuel Macron, y la versión pueblerina, nostálgica y patriotera de Éric Zemmour. Ni los socialistas ni la derecha tradicional parecen capaces de encontrar ni candidato ni discurso.
Hace cinco años, Macron era el candidato de la rebelión contra los partidos, contra la clase política. Su sello característico era hablar con absoluta franqueza, llamar a las cosas por su nombre, y desde luego la promesa de eliminar los lastres de la “vieja Francia”: burocracia, impuestos, regulación. En la presidencia tuvo su momento Napoleón, incluida la ambición de rehacer a Europa. El problema es que a los franceses les gustaba la promesa del cambio, pero no la idea de cambiar. Y Macron ha venido a quedar en administrador no muy imaginativo de un orden que resulta no ser tan malo.
Éric Zemmour es un periodista que se presenta también como enemigo del sistema. La prensa lo sitúa a la derecha del Frente Nacional, aunque la verdad es que no está ni a la derecha ni a la izquierda de nada, sólo que se permite decir barbaridades que hacen que Marine Le Pen, de lengua bastante suelta, quede como una modosa funcionaria del orden. El diagnóstico que ofrece Zemmour no podía ser más simple: todo va mal. La economía, la educación, la moral: todo. El motor emotivo es igualmente simple: la xenofobia, el miedo al Islam. A partir de ahí, es coser y cantar. Para explicar la decadencia, para medir su alcance, evoca constantemente la Francia de los años cincuenta y sesenta, cuando todavía se conservaba la soberanía. No hay en realidad más programa que eso. La coherencia retórica la pone el relato de la historia patria.
No es propiamente historia, sino un relato mitológico inventado en el siglo XIX, un paisaje de estatuas de personajes detenidos en gestos memorables, cuya vida se reduce a unas cuantas frases grandilocuentes, que hay que repetir. No tiene nada de nuevo, es el reciclaje de los arquetipos más tradicionales, en el formato de las estampitas. Todo lo que hace Zemmour se sitúa en ese escenario, todo es histórico: piensa anunciar su candidatura en Colombey-des-deux-Églises, el pueblo del general de Gaulle, el 9 de noviembre, aniversario de la muerte del general, el último de los grandes.
La decadencia, viniendo de una historia así de gloriosa, se explica sobre todo por la acción de los enemigos internos, que abrieron la puerta a la dominación extranjera, los autores del nuevo “pacto germano-soviético” para socavar la soberanía en nombre del mercado, el progreso, con el feminismo como caballo de Troya para destruir la reserva de valores de la Francia eterna. El principio del mal, Zemmour lo tiene claro, es el individualismo, que hace que los franceses puedan ver el declive de su patria con indiferencia. Sobre el resto del mundo no tiene nada que decir, ni sobre el cambio climático ni el nuevo orden geopolítico —para qué complicarse. Igual podría ser Trump: derecha o izquierda, lo trágico es la afición por las caricaturas.
Fernando Escalante Gonzalbo