El velador

  • Nefelibata
  • Flavio Becerra

La Laguna /

Lo conocí en la puerta de servicio de una plaza comercial, en la que además de otros negocios, hay un restaurante nocturno de carnes a la parrilla y una ferretería.

Esa noche habían dejado sobre la banqueta varias enormes cajas de cartón corrugado. Eran tan grandes que no cabían en el contenedor de ahí. Sería más fácil poner mi bochito dentro de una que meterlas en mi carro, pensé.

El estupendo cartón, sólido y firme, sirve muy bien para hacer con él unas carpetas de buen tamaño para guardar y transportar mis dibujos de gran formato. El velador del local se acercó cuando las cortaba a navaja. Por no darle muchas explicaciones, le dije que las vendería al kilo.

“Seguido sacan de estas cajas,” contestó. Comencé a pasar con frecuencia por ese lugar. Y en efecto, al menos una vez a la semana me encontraba los codiciados empaques. Bajito, macizo, de mediana edad y con bigote, cada que me detenía por los cartones él se acercaba a saludar y charlar un poco.

Viendo la constancia con la que acudía, él tuvo la idea de que le diera mi número telefónico para avisarme cuando hubiera esas grandes cajas. No nos dimos nuestros nombres; lo registré en mi celular como El Velador y creo que él lo hizo como Bochito Cartonero.

-De vez en cuando tráigase un refresco, de esos de botella de vidrio chiquita, que son los que más me gustan –dijo para cobrarse el favor.

Cumplió: llamaba casi a diario. No sólo cuando desechaban las cajas que buscaba, sino de todo tamaño. Por cortesía, yo iba a recogerlas aunque no fueran de las medidas que me sirven.

A veces, aunque no hubiera llamada de por medio, pasaba a llevarle un refresco y saludarle. Cuando se vendían aquellos grandes artefactos y salían los anhelados cartones, se extendían las charlas.

Él vivía en Gómez Palacio; iba y venía casi a diario en su bicicleta. Le conté que a mis doce o trece años, varias veces y tan sólo por espíritu de aventura, iba desde mi casa, cercana a la Secundaria Federal Uno hasta la entrada de Raymundo. Y que el regreso lo hacía por el periférico hasta donde hoy está la amarilla Puerta de Torreón. Eran otros tiempos, agregaba yo: ahora el periférico es muy peligroso, mal diseñado y lleno de malos conductores.

El velador era entusiasta, muy dado a la charla y sobre todo, de naturaleza ayudadora. Me contaba que tenía además una casita en Zaragoza Sur, que recogía tarimas de madera de las estibas para aprovechar sus tablas y hacer muebles rústicos con ellas, pues siempre le había gustado la carpintería. Y me mostraba con mucho orgullo fotos de esos muebles en su celular y me hablaba de su clientela.

Parecía estar lleno de proyectos: además sus sillas y mesas me mostró –esa sí en vivo una motocicleta scooter que acababa de comprar y que estaba reparando. Así ya no se cansaría tanto en su diario ir y venir. Una tarde, al cruzar a pie una calle, me topé con el parrillero del restaurante de aquella plaza comercial. Fue él quien me reconoció.

“¿Se acuerda de su amigo, el velador? – me dijo: “estamos bien agüitados, la semana pasada venía por el periférico y un carro lo aventó. Falleció.”

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