Este martes, el gobernador de Jalisco encabezó un nuevo acto protocolario para refrendar la Política Estatal Anticorrupción (PEAJAL), acompañado por los poderes del Estado, alcaldes y representantes de organismos públicos. Una vez más, el discurso oficial giró en torno a la palabra “certeza”. La escenografía institucional, cuidadosamente montada, pretendió enviar un mensaje de unidad en el combate a la corrupción. Pero la pregunta que perturba permanece: ¿certeza de qué, exactamente?
El Sistema Estatal Anticorrupción de Jalisco (SEAJAL) ha diseñado marcos de acción como el Modelo de Implementación (MIPEAJAL) y se han firmado compromisos con gobiernos municipales. Desde el punto de vista administrativo, la arquitectura está, al menos sobre el papel.
Sin embargo, esa institucionalización no ha dado paso a una evaluación efectiva de los resultados sustantivos del ‘sistema’. No existen datos públicos actualizados que respondan preguntas básicas pero fundamentales: ¿cuántos casos de corrupción han sido sancionados en Jalisco desde la puesta en marcha de la PEAJAL?, ¿cuántos funcionarios han enfrentado consecuencias?, ¿a qué niveles de gobierno pertenecen?, más importante, ¿cuánto dinero público se ha recuperado como resultado de las acciones anticorrupción?
La Política Estatal Anticorrupción de Jalisco (PEAJAL) ha terminado por convertirse en una política ornamental, pues existe para ser exhibida, no para incidir. Funciona como un dispositivo decorativo del discurso, útil para embellecer eventos, firmar compromisos reiterativos y proyectar una imagen de institucionalidad, pero SIN consecuencias tangibles. No se traduce en investigaciones eficaces, en sanciones ejemplares ni – lo más relevante- en recuperación de recursos públicos. Mientras se invierten recursos en su operación, sus resultados prácticos siguen siendo nulos o intrascendentes. En ese sentido, la PEAJAL no sólo es deliberadamente ineficaz, es un distractor costoso que administra la apariencia del combate a la corrupción, sin alterar convenientemente las condiciones estructurales que la permiten.
Al revisar los portales de transparencia, informes oficiales y bases de datos, lo que aparece es una fotografía preocupante. Primero, la Fiscalía Especializada en Combate a la Corrupción abrió 6,898 carpetas de investigación desde 2018, pero sólo se judicializaron alrededor del 7.2 %. En auditorías federales, Jalisco aparece con más de 113 millones de pesos no aclarados para 2024. No hay cifras oficiales claras sobre sanciones penales o administrativas aplicadas por corrupción.
Aun con estos datos, los discursos oficiales insisten en hablar de avances. Pero lo que prevalece no es la eficacia, sino una forma de institucionalización simbólica, pues el sistema existe, pero sin consecuencias visibles. Los actos de firma, las plataformas de seguimiento, los compromisos públicos, pueden convertirse en una coreografía repetida que genera imagen, sin transformación. De eso se trata el ‘sistema’, de no incomodar a nadie.
El riesgo, entonces, es que el ‘sistema’ se convierta en una maquinaria de legitimación discursiva, más que en un dispositivo de prevención de la corrupción o de la rendición de cuentas. Se simula vigilancia; se formaliza la transparencia; pero se eluden las sanciones.
Tal vez es tiempo de transitar a un modelo real de contraloría social, no de cortesía institucional costosa. Porque un sistema anticorrupción que no incomoda al poder, que no lo contradice ni lo vigila, sino que se sienta a su lado en cada evento, sonríe en la foto oficial y aplaude cómodo desde el presídium, ha renunciado a su razón de ser.
Si la función del ‘sistema’ es desfilar con el gobernador, rubricar documentos reciclados y emitir boletines condescendientes, entonces lo que tenemos no es una ‘política pública’, sino una coreografía perfectamente sincronizada. Una liturgia secular de la ‘anticorrupción’ sin consecuencias. Y así, mientras se multiplican los compromisos firmados en cartulinas de alto gramaje, los actos de corrupción permanecen sin castigo en Jalisco, el erario sin recuperación y la ciudadanía sin justicia. La corrupción, en este modelo, no se combate. Se administra con singular elegancia, y se maquilla fino, con participación ‘ciudadana’.