La corrupción se desdobla: nunca empieza en el espacio público, sino en el privado, a expensas de un privado; los privados —ya sean empresarios locales o empresas trasnacionales como Odebrecht—, apuestan, en campañas políticas, por futuros que pueden o no concretarse. Con miles de millones de pesos, aspiran a comprar una porción de soberanía popular que los operadores políticos movilizan con técnicas que los privados no dominan y las cuales no les interesan.
Bajo este supuesto, en 2012, ocurrió la primera transferencia por 4 millones de dólares a Emilio Lozoya por parte del entonces director de Odebrecht en México, Luis Alberto de Meneses. Y si bien en la prensa se especula que el dinero se destinó a la campaña de Peña Nieto, por la cantidad, parecería que la suma fue a parar más bien al bolsillo de Lozoya. Destaca que el propio de Meneses señaló (en su testimonio recopilado por Quinto Elemento Lab) que el dinero se entregaba por “la atención [de Lozoya] dedicada en los últimos años”, cuando lo orientó con una constructora en Hidalgo, y en efecto, en negocios tan grandes, así funciona la corrupción.
Una vez en el poder, la corrupción se convierte en un sistema paralelo que es, en el fondo, parte de una privatización discreta del Estado. La dialéctica de la privatización implicó, en el caso de Emilio Lozoya, una primera privatización del poder: corromper a legisladores para aprobar una reforma energética, convirtiendo así un mandato popular en mercancía. En segunda instancia y legalmente, se privatizó el mercado petrolero a través de las distintas modificaciones legales aprobadas y, en tercera instancia, de nuevo de forma ilegal, se privatizaron las facultades públicas para trampear licitaciones.
Así lo dejó ver el testimonio de Meneses al señalar que, en 2013, visitó a Emilio Lozoya en su nueva oficina de Pemex para externarle que Odebrecht buscaba contratos en la remodelación de la refinería de Tula, Hidalgo. Lozoya, a su vez, le aseguró que, si la constructora brasileña era competitiva en términos técnicos y comerciales, él influiría en el Consejo de Administración de Pemex. Odebrecht aseguró su posición con la transferencia de 6 millones de dólares a cuentas asociadas a Lozoya: 2 millones eran entregados independientemente del resultado de la licitación y los otros 4 millones si se ganaba. Y así fue.
Llama la atención que, en el espacio federal (en su oficina de Pemex), Lozoya apareciera como un funcionario público y no como el vendedor de Estado que realmente era; no metía el tema del dinero en sus pláticas, acaso desconfiando de un posible espionaje. En la oficina se habló de cosas técnicas, de objetivos empresariales. Del dinero y las cuentas offshore se hablaba en otros espacios: en la casa de Lozoya en Santa Fe, en la de Luis de Meneses en Polanco, en el Hotel Four Seasons o en la panadería El Globo (en las Lomas, por supuesto).
Para el tamaño del negocio, parece poco el dinero transferido. Muy probablemente otras transferencias al propio Lozoya y a otros actores de administraciones pasadas son más difíciles de rastrear dado que estamos frente a la organización y funcionamiento de paraísos fiscales y compañías offshore registradas en lugares e islas de las cuales, probablemente, muy pocos saben de su existencia.
Habrá que esperar que, al menos en estas operaciones y sumas específicas, la Fiscalía General de la República logre efectivamente fincar responsabilidades de todos los involucrados.