La selección de candidaturas es un momento de especial tensión al interior de los partidos. La historia del PRI, del PAN y el PRD nos muestra que sobre la base de los procedimientos formales se imponen las formas reales de selección, las estrategias mafiosas y los golpes bajos que derivan a su vez en las rupturas definitivas, en rencores de largo aliento y en renuncias más o menos escandalosas. Se trata de un momento cerrado y de negociaciones cupulares también, no por nada en la ciencia política ha perdurado la ley de hierro de la oligarquía de Robert Michels sobre la tendencia oligárquica y burocrática de la organización partidaria.
Por los antecedentes de padrones inflados, acarreos y las grandes sumas de dinero, López Obrador ha defendido las encuestas como método de selección de candidaturas por tratarse de un mecanismo abierto y democrático: “si se hacen bien, si la muestra está bien diseñada, es un ejercicio matemático, estadístico, casi exacto, si se hace bien”. Incluso ha puesto el ejemplo de las elecciones internas de cara a 2012 cuando compitió con Marcelo Ebrard, como si su liderazgo hubiera sido puesto en duda. Para otros casos no tan claros, el asunto desde luego radica en hacerlas bien. Son muchas las especificidades que se deben vigilar: el tamaño de la muestra, si la encuesta va dirigida militantes o simpatizantes, si las preguntas son de reconocimiento o de aprobación, el orden en que el entrevistador menciona a las y los candidatos, etcétera.
Por otra parte, para aquellos que no cuentan con la experiencia o el favor de los grandes, las encuestas generan esperanza frente a la cerrazón burocrática y las argucias de los políticos profesionales. Hasta militantes de otros partidos habían visto en este método una solución a los vicios de sus dirigencias, pero pronto el desaseo de los resultados terminó por desencantar a morenistas y externos.
Las malas prácticas en las encuestas de Morena tienen su antecedente inmediato en la elección de la presidencia del partido, e hizo falta sinceridad y profesionalismo de dirigentes y militantes si pretendían que la encuesta siguiera siendo el método para elegir candidatas y candidatos para 2021 sin reparar en los aspectos que debían corregirse urgentemente.
Nadie dudó de los conflictos que se presentarían en la selección de las candidaturas a los gobiernos estatales, sobre todo porque abundaban candidatas y candidatos dudosos, tanto por sus antecedentes de violencia de género cuanto por sus orígenes partidistas, pero la gran falta de legitimidad en la mayoría de los resultados –y la impericia en la forma de comunicarlos— sí era algo poco esperado. Fue un proceso desaseado. A algunos contendientes sí les entregaron los resultados de las encuestas públicas, en algunos sí pesaron las pruebas de violencia de género y en otro no; pesó también la consideración política con pactos previos y los cálculos de posibles salidas del partido para buscar la candidatura en otro. También hubo candidatos pactados, pero que nada más no subían en las encuestas por más cambios que se hicieran.
El ejemplo de Morena muestra que las encuestas sirven como insumo para la comisión de elecciones y para hacer cálculos políticos, pero no es un método de selección. Eso no sería necesariamente malo, con reglas claras y anunciando que eso sería, pero a los contendientes se les ofreció una encuesta y a algunos se les entregó arbitrariedad.