Sobre la depresión y el monstruo farmacéutico

Ciudad de México /

Lost connections (2018), de Johann Hari, es un libro fundamental para entender la depresión y su opuesto, el bienestar.

Durante mucho tiempo y quizá para luchar contra el estigma, la psiquiatría más común ha dicho a la gente deprimida que padece una enfermedad con causas químicas, algunas bien definidas, como se dijo en un tiempo de la falta de serotonina, ofreciendo también un tratamiento primordialmente químico al padecimiento. La explicación se repite en todos los ámbitos, aunque signifique un retroceso desde el modelo biopsicosocial que los psiquiatras más serios han impulsado desde los años 70.

Pero toda la evidencia científica, evocada en extenso por Hari, demuestra que el relato es falso. No hay en la química ni en los circuitos cerebrales una condición orgánica que origine la depresión. Hay, si acaso, una disposición genética que tiene que ser detonada por el ambiente. La efectividad de los antidepresivos, por su parte, está también en cuestión. Funcionan muy poco más que los placebos, a veces ni eso, y todo está documentado en este caso con información proveniente de las farmacéuticas mismas obtenida de la FDA. Los efectos adversos —esos sí— están clarísimos: el aumento de peso, la disfunción sexual, entre otros, de modo que muchas veces pueden causar más mal que bien.

Hay todavía, reconoce el autor, algunos investigadores serios que creen que los antidepresivos funcionan en contadísimos casos, pero no hay un acuerdo en ello. Para David Healy, no pasaría del 1 por ciento de la población deprimida, mientras para otros como Joanna Moncrieff no existen los deprimidos por causas neuroquímicas que, por lo tanto, deban tratarse de ese modo. Como reconocen algunos prestigiados estudiosos (Randolph M. Nesse, por ejemplo), dicha ciencia ha avanzado poco en las últimas décadas y vive ahora una crisis.

Pero volvamos al tema. La depresión está ligada a la pérdida del sentido, a la soledad, y las pérdidas del respeto y el estatus (yo diría la dignidad), lo que Hari interpreta como pérdida de conexiones con el mundo social. El autor reflexiona sobre la base de sólida evidencia etnográfica y clínica de investigadores que han avanzado durante décadas, desde la misma psiquiatría y desde las ciencias sociales, en otras formas de pensar y tratar la depresión, que además sí funcionan (merecen una mención particular George Brown y Tirril Harris).

Pese a toda la evidencia, el oligopolio farmacéutico promueve la actual concepción de la depresión —y la ansiedad, males que vienen ambos juntos muchas veces—, por la razón simple de que se trata de un negocio de miles de millones de dólares, que puede corromper científicos y publicar selectivamente los estudios que les favorecen. Esto y una serie de inercias culturales y de la estructuración del mundo de la investigación científica ha hecho, según constata Hari y una docena de prestigiados especialistas con quienes se entrevistó, que estos estudios permanecieran en el underground, al alcance de solo unos pocos especialistas. Su mérito, enorme, ha sido el de ordenar mucho conocimiento disperso, narrándolo de una forma amigable al gran público (las críticas han apuntado precisamente a que todo eso ya se sabía).

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  • Gibrán Ramírez Reyes
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