Nueva York está agrio para fin de año. Cierto, los aparadores están montados y las filas para ver a Santa Claus dentro del Macy´s de la calle 34 no esperan milagro: la mercadotecnia aún funciona.
Pero las avenidas no están llenas, Saks decidió sacrificar su espectáculo de la Quinta Avenida y las filas que se viven año con año en la pista de hielo del Centro Rockefeller están ausentes. Lo que también falla son las manifestaciones a las afueras de la Torre Trump, a dos cuadras de Central Park. No es el frío lo que ha ahuyentado a las multitudes sino la derrota.
La derrota ideológica en que Biden y palomilla hundió no sólo a los demócratas sino a todo el progresismo norteamericano.
Aclaremos, el aplastamiento no se dio en noviembre sino que se cocinó durante años. Las bondades del movimiento woke terminaron por estrangularlo al convertirlo políticamente correcto en una camisa de fuerza para la discusión pública y el contraste. Al existir sólo una visión permitida del mundo –sin contrastes– todos terminaban fuera de ella menos un sector de las elites.
De hecho, dicho sector terminó por expulsar a sus principales benefactores, Musk de forma activa y Bezos desde el ostracismo decidieron alejarse de la defensa progresista. De todas formas, las multitudes terminarían por comprar en Amazon y los autos Tesla cada día tienen una mayor participación de mercado en la Unión Americana.
Ahora, a las afueras del hogar de Trump en Nueva York, hay individuos que se enmascaran para bailar al ritmo de Village People en un triunfo claro del verdadero American Way of Life: el triunfo por lo que sea.
Eso lo entiende el verdadero enemigo norteamericano dentro del aspecto comercial: China. Durante años, el gobierno chino buscó una lavada de cara ante occidente para ser aceptado y, con ello, poder tener una mejor tajada del pay económico. De un tiempo a la fecha, se percataron que no era necesaria esa labor, ya que los valores occidentales sobre moral y decencia han sido relegados por la fama y el reconocimiento, así sean instantáneos.
Anteriormente, el triunfo norteamericano era en dos sentidos: el económico y el del reconocimiento. Todos entendían que pocos podían acceder a ser millonarios, pero el reconocimiento era algo cuya puerta era más accesible a partir del acuerdo social avalado por la mass media. La prensa, el cine, la radio y la televisión ayudaban a ese balance donde el dominio del poder ponía el reflector por un momento en los que, por suerte o talento, llevaban al aplauso.
Hoy, eso es innecesario. Una cámara en cada mano no democratizó el reconocimiento sino que lo pauperizó. Cualquiera es famoso por 15 segundos a partir de la enorme necesidad de entretenimiento de los seres humanos.
A unas cuadras de donde escribo esta columna, el director de una aseguradora fue asesinado. Las balas tenían palabras escritas, de esas que se utilizan para negar el pago a beneficiarios de servicios médicos.
Apenas antier, el asesino fue capturado en un McDonalds –de todos los sitios–. Resultó ser un adulto joven, miembro de una familia con dinero que sufrió de una mala operación.
Reconocido por su inteligencia… y por guapo.
Sus seguidores aumentaron en redes sociales en un mil por ciento a partir de su captura.
Nueva York no está agrio por el Nuevo Trump. Está agrio porque el Nuevo Trump es tal y como son los neoyorquinos de 2024.