Esta es la cuestión a propósito de las declaraciones machistas del director del Fondo de Cultura Económica, Paco Ignacio Taibo II, quien anunció la entrega gratuita de millones de libros en 14 países. De los 27 autores elegidos, solo siete son mujeres.
Durante siglos, los hombres fueron quienes tuvieron acceso exclusivo a la educación, la publicación de sus obras y la crítica de las mismas. Así, se erigieron como árbitros de lo que “merecía” ser leído y de lo que no.
En la Antigua Grecia, por ejemplo, se consideraba que la literatura era una actividad reservada a los hombres, pues las mujeres no tenían —según ellos— la inteligencia suficiente para desarrollarla.
De la Grecia antigua a la Inglaterra victoriana, las mujeres que escribían tuvieron que ocultarse tras nombres masculinos o renunciar a su autoría. En los siglos XVIII y XIX, la mayoría de los editores y críticos fueron hombres, quienes desecharon muchas obras escritas por mujeres, las ridiculizaron o minimizaron sus logros.
Las hermanas Brontë (Charlotte, Emily y Anne) publicaron sus primeras obras bajo seudónimos masculinos en la década de 1840.
Mary Shelley, autora de Frankenstein, fue ignorada en su tiempo: muchos atribuyeron su obra a su esposo, Percy Bysshe Shelley.
Louisa May Alcott, autora de Mujercitas, publicó su primera novela, Moods, bajo el seudónimo A. M. Barnard en 1864.
Incluso, Virginia Woolf, aunque no escribió bajo seudónimo, firmaba como “Anon” en sus diarios y correspondencia.
En México, tenemos a una de las escritoras más importantes de la literatura iberoamericana: Sor Juana Inés de la Cruz, quien se enfrentó al patriarcado personificado en sacerdotes, obispos y otros hombres de su época. En el siglo XVII escribió una serie de obras teatrales y poéticas que, en su momento, publicó sin su nombre.
A lo largo de la historia —y hasta el año pasado— solo 18 mujeres han ganado el Premio Nobel de Literatura, en comparación con 119 hombres. Esto significa que apenas el 15 % de los premios han sido otorgados a mujeres.
Las obras literarias de numerosas mujeres fueron ignoradas, ridiculizadas o clasificadas como menores —por ser “sentimentales”, “domésticas” o “subjetivas”—, mientras que lo masculino se asoció con lo universal.
Como escribió Simone de Beauvoir en El segundo sexo:
“El hombre se representa el mundo como suyo; la mujer aparece como lo inesencial frente a lo esencial.”
El punto de vista masculino se normalizó como la medida de lo humano, desde luego también en el arte y la literatura.
La respuesta a “quién dice qué es buena o mala literatura” tiene en su esencia algo fundamental: el poder simbólico de nombrar.
Quien nombra, clasifica y valida —es decir, editoriales, críticos y academias— tiene el poder de otorgar existencia cultural.
Pierre Bourdieu ya lo planteaba: el canon es una forma de “violencia simbólica”, en este caso ejercida contra las mujeres.
La filósofa mexicana Francesca Gargallo lo resumió así:
“Recuperar las palabras de las mujeres es recuperar una historia amputada.”
Y la antropóloga Rita Segato advirtió:
“El patriarcado no solo se apropia del cuerpo de las mujeres, también de la palabra y del sentido.”
La historia de la literatura es también la historia de quién tuvo derecho a escribir, publicar, ser leído y ser considerado “genio”.
Hoy, cuando un funcionario cultural se permite descalificar la escritura de las mujeres o reducir su participación a “cuotas”, no habla solo de literatura: habla desde siglos de privilegio simbólico.
Porque mientras el canon siga en manos de quienes lo escribieron desde su espejo, las mujeres seguiremos escribiendo desde los márgenes.
Y quizá por eso —precisamente por eso— es urgente leerlas más.