Más de ocho décadas después, el problema de la migración sigue estando en la agenda de los candidatos presidenciales de Estados Unidos. El libro de John Steinbeck habla sobre el rechazo a los migrantes, una novela que incomodó en 1939
Cuando faltan poco más de seis meses para las elecciones estadunidenses, la migración irregular a través de la frontera con México es uno de los grandes temas que manejan los republicanos para azuzar a sus votantes y llevarlos a las urnas y así, imponerse a los demócratas.
No sólo se trata de Donald Trump, sino de cualquier candidato al Capitolio que vea en el tópico de la migración el circo necesario para seducir al votante que advierte en la entrada ilegal un verdadero problema para su país.
La migración detonó como pieza necesaria para las discusiones y debates (y como recurso electoral) con la llegada de Trump a la campaña presidencial de 2016. A partir de entonces ha permeado los discursos, alimentado las diferencias y los embates ideológicos, políticos y raciales cada vez con mayor vehemencia hasta un punto que borda la confrontación ya no tan democrática.
Un tema cada vez más caliente que coincide este mes con los 85 años de la publicación de Las uvas de la ira, de John Steinbeck. Y no es cualquier cosa para entender que el fenómeno del rechazo al migrante, provenga de donde provenga mientras en su bolsillo cargue miseria y hambre, no es ni tan nuevo ni tan antilatino o sólo contra los extranjeros irregulares.
En su momento, la novela de Steinbeck incomodó y removió de su zona de confort a las buenas conciencias estadunidenses al atestiguar y remarcar el tema del migrante interno: cuando cientos de miles de okies (agricultores de Oklahoma) huyeron de la desesperanza que, montada en dos columnas fulminantes, la sequía (periodo conocido como Dust Bowl), y la Gran Depresión, devoraba la fertilidad de los campos.
De acuerdo con el Smithsonian American Art Museum, 2.5 millones huyeron entonces para buscar un futuro en otras tierras del propio Estados Unidos.
Era una idea lógica y práctica. No tendría que haber problema: mismo país, sin fronteras nacionales, misma religión y en apariencia, mismo idioma. Incluso, ni siquiera pasaba por su cabeza la cuestión racial, eran tan blancos como sus vecinos: piel, ojos y cabello de ascendencia europea.
Pero eran pobres e ignorantes, “apestosos” que destrozaban el idioma con su particular acento y modismos utilizados. De ahí que okie se volviera una palabra para denigrar y aplastar todo sueño de asirse a un buen porvenir en las tierras prometidas que campesinos de Arkansas, Missouri, Oklahoma y Texas idealizaban en la millonaria, paradisiaca y fértil California.
En Las uvas de la ira (premio Pulitzer 1940), muerta la tierra, y viva la voracidad bancaria de cobrarse deudas impagables, la familia Joad se aferra a la obstinada idea de sobrevivir: en el campo sólo está la certidumbre de la nada, en el Pacífico la incertidumbre del quizá.
Surgen las dudas sobre abandonar tierra y raigambre: “¿Podemos, Madre”?
Contundente, ella, que es la columna de la novela, responde: “No se trata de si podemos, sino de si estamos dispuestos”.
Pero siguen las dudas: “Madre, ¿te da miedo marchar? ¿Ir a un sitio nuevo?”
La respuesta intenta desarmar el temor de adelantarse a lo aún no sabido ante las mil posibilidades: “No lo temo (…) es vivir demasiadas vidas. Delante de nosotros hay mil vidas distintas que podríamos vivir, pero cuando llegue, sólo será una”.
Y ahí va la familia, en su viejo híbrido Hudson Super Six (mitad auto-mitad camión) rumbo a la mítica carretera 66 (“es la ruta de la gente en fuga, refugiados del polvo y de la tierra que merma”) para, al momento de alcanzarla, encontrarse con la primera evidencia de la realidad: no es una idea solitaria la de los Joad la de ir al sueño californiano, esa ruta es una verdadera caravana de miles que comparten la misma ilusión.
Cuando el sueño te destroza
Steinbeck hace de la carretera y de los autos personajes de gran peso, un road trip que entre más lleva a su destino, más destroza el espejismo de la quimera.
Y es que California era la Texas de entonces, el ideal alcanzable para el refugio de las esperanzas, el fin de la ruta para cristalizar los sueños económicos, el remanso estable e infinito para disfrutar la vida con unos proyectos, muchas veces, demasiado cándidos para ser realizables.
Y como Texas ahora, las autoridades locales de entonces, arrinconaron y cazaron a los migrantes, a los okies: sólo servirían para trabajar en las cosechas pero como hay tanta demanda de comer, la oferta de las empresas agrícolas es una verdadera bicoca infrahumana.
Es eso o como dice uno de los californianos que “los recibe” (y que hoy millones de trumpistas retoman): “No hay bastante espacio para usted y para mí, para gente de su clase y la de la mía (…) ¿Por qué no se vuelven por donde han venido?”
El mismo personaje recuerda que sólo hay una bienvenida en California: “Por aquí decimos que un tipo tiene tanta libertad como su dinero le permite comprar”.
Las uvas de la ira no es una novela para entretener; este libro duele. Su historia es, a más de 85 años de haberse publicado, la vigente lucha del migrante para que su porvenir, sus sueños, no sucumban pese al pavor, el titubeo, la restricción legal y el riesgo de la deportación.
Steinbeck (premio Nobel 1962) se pregunta sobre los intentos para detener la migración: “¿Cómo se puede asustar a un hombre que carga con el hambre de los vientres estragados de sus hijos además de la que siente en su propio estómago acalambrado?”
La respuesta que nos da desarma la eficacia de cualquier ley que intente inmovilizar al desesperado: “No se le puede atemorizar, porque ese hombre ha conocido un miedo superior a cualquier otro”.