Vivimos en una aldea global donde la empatía al sufrimiento generado en cualquier parte del mundo más allá de nuestras fronteras no sólo es válido, sino necesario.
Porque justo con esos pequeños eslabones de solidaridad —que nos representan a cada uno de nosotros, vivamos donde vivamos en este planeta—, se refuerzan los lazos como seres humanos y se derrotan los muros construidos por la xenofobia y por la ridícula creencia, enraizada en muchos países, de que sólo "nuestra nación es la superior".
Conmueve y alienta la reacción internacional de indignación por la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco en Minneapolis y ante el padecimiento que día a día viven los afroamericanos en Estados Unidos.
Dolor, miedo, el soportar comentarios, miradas y actitudes hirientes y el temor ante la falta de oportunidades —ya sea en el ámbito escolar o laboral, artístico o social— sólo por el tono de piel y rasgos físicos son la constante con la que esos millones de hombres y mujeres, seres con sueños, proyectos, ambiciones legítimas y con ganas de comerse al mundo, amar y ser amados, se enfrentan en su día a día.
Se debe levantar esa voz, en cada rincón del planeta al ver tales injusticias, sin dejar que, tras el paso de los días, se convierta en un silencio que, en el mejor de los casos, representa indiferencia y apatía; una simple moda de las redes sociales para ser "cool" y parecer (en internet, casi siempre lo que importa no es el Ser, sino el aparentar) solidario, empático e indulgente.
Bien por los mexicanos que han izado la bandera en contra del racismo y se han unido a la corriente que exige justicia e igualdad para la comunidad afroamericana porque, si cada uno de nosotros, sumamos esa pequeña luz individual para crear un gran halo, expondremos la inhumanidad de buena parte de la humanidad.
Pero de nada sirve si somos faroles de la calle (ajena) y alimentamos la obscuridad en la propia casa.
México no suele exponer sus manifestaciones racistas de forma tajante pero, como aguas residuales, recorren nuestras profundas cloacas para expresarse de forma semicontenida, ya sea con matices de pseudoconmiseración o de una ácida comicidad a través de memes enviados en Whats, chascarrillos en fiestas, burlas en las aulas, silencios y obstrucciones laborales en las oficinas y fábricas y en esas miradas que por no decir nada, dicen todo; lo enraizado en torno a supuestas superioridades sobre infundadas inferioridades y de nuestras propias inseguridades.
Clasismo y racismo crean una mezcla terrible en México. Aquí y ahora, contra el humano nacido "indio" (inherente en nuestro desprecio a estar "jodido", ser "ignorante", "prieto" y "feo"); contra el moreno más moreno que uno porque, eso sí, para muchos que son objeto de ese racismo subterráneo, hasta entre "los perros hay razas". Es la crueldad de las tonalidades.
Porque una de las más dolorosas paradojas que se viven en México es ese gran autodesprecio de muchos. Se idealiza esa vida perfecta, "bonita" del "güerito ojiclaro" al tiempo que se proclama que uno tiene origen europeo y que de "chiquito era rubio con ojos verdes" y se ve con desdén a los "prietos" y a los "pinches indios".
Bajo un enemigo invisible que ha cambiado la historia mundial, que cosecha cada día miles de muertos, que ha dado un knockout a la economía mundial, barriendo millones de empleos y dejando colgando de un hilo sobre el precipicio millones de certidumbres, es hora de tomar conciencia.
Que cada uno, en silencio, frente al espejo haga un ejercicio introspectivo para sincerarse en torno al nivel de racismo que ejerce y la manera de reivindicarse como parte de una sola humanidad, sin matices ni auras auto impuestas de una supuesta y pedante superioridad.
Y algo más, aquí y ahora, en el México hiriente y herido, el silencio ante el racismo no es indiferencia, es tácita complicidad.
Es no sólo no iluminar los más oscuros rincones del oprobio incrustado en nuestro país y a las injusticias más lacerantes, sino ayudar a extinguir las luces que México requiere y exige para ser una verdadera nación.