En memoria de Alejandra Rangel

  • Columna de Inés Sáenz
  • Inés Sáenz

Ciudad de México /

La experiencia de recordar a quienes ya no están es muy personal. ¿Qué parte de la materialidad de un ser humano tarda en irse de nuestra memoria? En mi caso, mi memoria es mucho más auditiva que visual. La voz es la última en abrir la puerta de salida. Alejandra Rangel me confirma esta experiencia porque tengo grabada su voz. Era una voz pausada, llena de ecuanimidad y con un timbre especial. Nunca la escuché sobresaltada, su tono era de moderada intensidad, aunque el contenido de aquello que dijera fuera aguerrido y firme.

Algo que quiero destacar particularmente es la manera en que ella hizo oír su voz en el ámbito de lo público, representando el pensamiento humanista y crítico en los distintos foros. En nuestro país, todavía hay pocas mujeres que tienen voz pública. Alejandra logró tener una voz que se hacía oír con firmeza, con inteligencia y con mucha humanidad.

Tenemos el registro de esa voz pública a través de sus editoriales, sus cuentos, sus ensayos filosóficos que espero se publiquen. Su presencia en debates, paneles y entrevistas, nos ayudan a entender algunas de sus ideas constantes: su rechazo al poder autoritario y monológico, y su defensa del Estado laico. Era una persona sumamente reflexiva, profunda, dispuesta a debatir.

Yo la conocí muy joven, hace varias décadas, durante mi primer año de la carrera de Letras en el Tec de Monterrey. Fue mi maestra de Filosofía durante dos semestres. La recuerdo joven, plantada en un salón de clase lleno de estudiantes… no olvidaré sus lecciones sobre el pensamiento en el México prehispánico y -un semestre después- de los filósofos de la modernidad. La recuerdo como una profesora precisa y afable en sus enseñanzas que infundieron en muchos de nosotros el amor por los antiguos mexicanos.

Recuerdo con nostalgia a profesores de esa época, colegas de Alejandra, que tienen todo mi aprecio: Jorge García Murillo, Lidia Rodríguez, Nora Guzmán, Dora Esthela Rodríguez, Rosa María González, Susana Canales, Chucho Torres, Roberto Escamilla y a los que ya no están: Rosaura Barahona, Fidel Chávez y Pedro Treviño.

Después de esa breve estancia en el Tec se fue a la UANL, a la que consideraba su casa, institución a la que regresó como académica después de haberse desempeñado como funcionaria pública.

En 1995, Alejandra encabezó un proyecto que reconfiguró el paisaje cultural de Nuevo León. Ese proyecto se convirtió en un hito para Monterrey, le cambió su rostro. Me refiero a la creación de Conarte, que ella presidió de manera impecable. Ella misma recuerda que Conarte fue el resultado de un trabajo colegiado entre funcionarios, intelectuales y artistas quienes -coordinados por su mano firme, hay que decirlo- lograron construir la institución cultural más importante del estado, y -a la fecha- un ejemplo a seguir en su configuración y proyectos. El proyecto que encabezó dotó al Parque Fundidora de una vitalidad cultural, creativa y recreativa. Porque hay que decir que su visión de la cultura era incluyente, destinada a formar públicos y un ejemplo más de su convicción de que con la cultura también se construye democracia.

Alejandra era reflexiva, pero también activa. Para crear la Cineteca trabajó arduamente en la procuración de fondos con los grupos industriales de Nuevo León. Fue sin duda una pionera en la gestión cultural que tanta falta nos hace en nuestro país, y que tanto apoyo e inteligencia requiere.

Me tocó convivir con ella de cerca cuando fue consejera de la entonces naciente Cátedra Alfonso Reyes del Tec. Sus comentarios siempre eran lúcidos y críticos.

Ella resumía su filosofía de vida evocando una frase de Heidegger: “Todo es una búsqueda, solo hay caminos”. Alejandra no fue complaciente con sus privilegios, su sentido de responsabilidad y compromiso con la sociedad me parece admirable. En las interacciones que tuve con ella, irradiaba su compromiso con la cultura como un bien público, y el desarrollo social como un derecho.

Su voz nos hará falta.

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