Liberales y conservadores

  • Columna de Inés Sáenz
  • Inés Sáenz

Ciudad de México /

Y sigo perpleja, con el dinosaurio frente a mí.

En la mañanera de nuestro Presidente se hace una lectura pública, tal como hacía la Inquisición en sus autos de fe, de los agravios de personas y empresas condenadas por ser cuestionadoras. Su reclamo es el conjuro, el “tirar la piedra y esconder la mano”. Oír los nombres y apellidos de los acusados me dio escalofríos, por lo que esto implica: abolir la libertad de asociación y la libertad de expresión necesarias en toda democracia. Esta condena pública es una amenaza. Sentí miedo, pues el Presidente tiene toda la fuerza y peso del Estado. Al mismo tiempo, el mandatario dice que es legítimo ser opositor. Luego, desacredita la diversidad de partidos porque —nos explica— a fin de cuentas todos son conservadores.

Supongo, entonces, que si expreso mi malestar, el Presidente me señalará como conservadora a ultranza. Su visión decimonónica de la vida política me condena a esta etiqueta solo por el hecho de no compartir su visión. Asumo las consecuencias y me declaro antagónica a su política insensible a la perspectiva de género, su sordera hacia el clamor de las mujeres víctimas de la violencia. Hoy las indígenas sufren con mayor fuerza el abandono histórico, al cerrárseles espacios institucionales que antes les otorgaban protección contra la violencia. Los recortes presupuestales arrasan con ciertos avances en materia de género en nuestro país; supongo que en materia de género, las mujeres no forman parte del pueblo. Así lo demostró ante aquellas madres que trabajan, las primeras en ser expulsadas del cobijo público, al quitarse el subsidio a las guarderías; y qué decir del aumento de las quejas contra la violencia machista, un aumento preocupante que se desestima por considerarse falso. A raíz del confinamiento, queda en evidencia las fisuras de un sistema familiar que el Presidente considera “armónico”. ¿Y los feminicidios? Al alza. La indiferencia sistemática que ha mostrado desde que asumió la Presidencia, falsea la realidad dejando a las mujeres a merced de una desigualdad atávica, y lo que es peor, ante la impunidad de sus agresores.

El 8 de marzo salimos a la calle para manifestarnos contra un mal endémico, al día siguiente nos ausentamos de nuestro trabajo para invitar a nuestros colegas a hacerse preguntas incómodas. Desafortunadamente, la discusión se diluyó muy pronto. Unos cuantos días más tarde, la noticia de la pandemia ocupó la primera plana, desplazando al margen temas coyunturales que ya estaban en la mesa.

Han pasado tres meses en los que el reloj de nuestro país ha dado marcha atrás en este tema y en muchos otros. La sensación de retroceder lo avanzado, y de entender nuestra realidad como la lucha juarista de liberales contra conservadores aviva más que nunca la idea de que vivimos en un tiempo circular.

Padecer esta política enfermiza que en nombre de esquemas anacrónicos es incapaz de reaccionar y remediar los problemas que vivimos, me obliga a buscar una cura en la ficción. La enloquecedora realidad me ha hecho revalorar el poder sanador de la literatura. Y al calor de las palabras favoritas de nuestro mandatario, repetidas una y otra vez, acudo al rescate de Cien años de soledad.

Quién mejor que su protagonista, el coronel Aureliano Buendía, jefe militar de los liberales, para sacarnos del atolladero. Su perplejidad se parece a la nuestra, y su visión sobre el poder es un ajuste de cuentas a las confusas palabrerías. Después de mucho cavilar sobre la diferencia entre liberales y conservadores, y en el momento en que “el presagio del padre muerto removió el último rescoldo de soberbia que le quedaba en el corazón”, Aureliano Buendía entiende de golpe algo que se le había escapado: “La única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”.

Está dicho: cuando se trata de aspirar al autoritarismo, no hay ninguna diferencia.

Me pregunto cuál es el objeto de avivar una discordia que —además de ignorar la apremiante realidad— nos está llevando al precipicio.

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